Sin afán de provocar desánimo, me parece pertinente advertir a quienes nos visitan o piensan hacerlo próximamente, que una de las experiencias más comunes por acá, consiste en estar perdido. Yo misma perdí la brújula desde que allá en la prehistoria llegamos a vivir en esta ciudad que por entonces tenía ocho millones de habitantes. Después, tragando pueblos y municipios, se convirtió en el monstruo que es hoy.
Para no desbrujularse, los turistas deben saber que aquí tenemos alrededor de ochenta y cinco mil calles, de las cuales cerca de ochocientas cincuenta se llaman Juárez, más de setecientas se llaman Hidalgo, y un poco menos de setecientas se llaman Morelos. Para no excederse en repeticiones, hay también algunas que se llaman Ixtlememelixtle, Xiuhtecuahtli y Huitzilihuitl. De las casi nueve mil colonias que nos conforman, nueve se llaman La Palma y cuatro se llaman Las Palmas, con sus numerosas variantes como La Palmita, Las Palmitas, Palmas Inn, La Palma Condominio, Palmas Axotitla, La Palma I y La Palma II. Calles con los nombres de Pino, Rosas, Rosales, Tecojotes, Gladiolos, Ciprés, Cedros o Margaritas, se repiten en varias colonias. Contamos con diecisiete calles Agustín Lara, seis Pedro Infante, cuatro Juan Gabriel y siete José Alfredo Jiménez. Nombres de bebidas embriagantes como Viejo Vergel, Don Pedro, Bobadilla 103 y Azteca de Oro, justifican el nombre de la colonia “Ciudad Alegre”.
Tenemos también calles Del Trancazo, De la Amargura, Salsipuedes y Sin Nombre. Lógicamente, la calle llamada El Último Paseo, desemboca en un panteón. Si usted no se ha perdido todavía, seguramente se perderá en este intricado laberinto, pero ni se preocupe, es frecuente encontrar por acá, personas que llevan varios años buscando una dirección.
Conocer esta capital es misión imposible, si nos visita le sugiero limitarse a una zona pequeña. Cada barrio tiene su historia, su cultura y hasta su particular gastronomía. Los peregrinos que llegan hambrientos hasta La Villa de Guadalupe, consumen apenas un modesto “tentempié” y si acaso, compran una reliquia. Nada que ver con quienes visitan Polanco, donde los restaurantes ofrecen platillos sofisticados y pretenciosos, y en los aparadores de la avenida Masaryk se exhiben suntuosas joyas, abrigos de visón y capas de zorro que nos remiten a otras latitudes y a otras economías.
Periférico de por medio, San Ángel, en el Sur, mantiene con dificultad el abolengo de sus viejas casonas, senderos ocultos y callecitas de piedra bola. Ahí los vecinos se aferran a las tradiciones y a la gastronomía mexicana.
También en el Sur, Coyoacán es una lograda combinación de lo bohemio y lo provinciano. Intensamente poblada, alberga en su seno a la UNAM, concentra el mayor número de librerías, y desde luego de lectores que las mantienen en intensa actividad todos los días del año.
En otro extremo de la ciudad, se yergue la post moderna y políglota Santa Fe donde todo es importado y ajeno.
Empiezo a darme cuenta de la imposibilidad de describir al monstruo, pero antes de que se termine este espacio, quiero mencionar uno de los primeros barrios que conocí en nuestras eventuales visitas a la capital, cuando ir a la casa de las viejas tías en el corazón de Tepito, era una placentera obligación.
Populoso y trabajador, el barrio estaba habitado por mecánicos, sastres, zapateros. Buena gente que convocada por el santo olor de la panadería, se encontraba por las tardes alrededor de las conchas y los cocoles recién horneados. Las campanadas de la iglesia llamaban, y los vecinos, ataviados con sus mejores trapitos, acudían a la misa dominical. Hoy, mercado de droga y “piratería”, refugio de delincuentes, Tepito es uno de los barrios más peligrosos de esta capital, por lo que congruentes, los vecinos prefieren venerar a La Santa Muerte. adelace2@prodigy.net.mx