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Caminito de la escuela

Adela Celorio

Con el regreso a clases, la Ciudad de México pierde la ilusión de estar -ella también- de vacaciones. Los señores ejecutivos maldicen el tráfico provocado por angelitos de rostro de manzana lavado con estropajo; los conductores de peseras padecerán a las señoras que tienen por inexplicable costumbre estacionar el coche en triple fila y con las cuatro puertas abiertas; el ingenuo marido que creía en la pacificación de la histeria conyugal cuando sus niños volvieran a clases, se encontrará en la noche con una lista de quejas, aumento de cuotas escolares, y hasta boletas reprobatorias.

Sería imposible afirmar que cuando los padres no tienen que tomar calles y avenidas para llevar a sus niños a la escuela, esta capital se torna tranquila y amable. En todo caso se podría decir que durante las vacaciones escolares, en lugar de portarse como una loca furiosa, esta capital se comporta como una loca cansada.

La más que crítica situación de esta sobrepoblada capital, exige tomar medidas tan severas como eficientes con el fin de preservar en algo la salud mental de los ciudadanos, que aún a muy corta edad, empiezan ya a manifestar comportamientos antisociales como por ejemplo: prefieren convivir con aparatos: celulares, Ipods o computadoras; que con personas reales, y han reducido su lenguaje a dos o tres sonidos guturales y una sola palabra: güey.

Considerando también el fulminante deterioro del medio ambiente, aprovecho este espacio para reiterar a la señora Gordillo –tan pudiente ella- que considere la posibilidad de que en el próximo ciclo escolar, todos los niños -como pequeños vampiros que son- asistan a la escuela de las 12 de la noche a las cinco de la mañana. Todos saldríamos ganando. Para las seis, los niños ya estarían en la cama y a salvo de los estragos de la contaminación atmosférica, los señores ejecutivos llegarían puntualmente a sus citas, los padres de los chiquillos podrían disfrutar de un desayuno tranquilo y sin los sobresaltos, después de una noche de amor en que la batalla fue a muerte y sin prisioneros; y por último, los conductores nos dejarían en paz a las madres.

Corren los muchachitos, los grandotes y los chiquitos, los primeros porque ya conocen las alegrías de la escuela, los más pequeños a lágrima batiente y aferrados a la mano de su madre, entran por primera vez a descubrir que ahí, en el patio y en las aulas se encuentran las delicias de una paleta compartida a chupetones con el amigo recién descubierto, la alegría del recreo, y los libros con los cuales, si logran establecer una sólida relación, serán sus fieles compañeros por el camino de la vida.

Con el regreso a clases, el panorama matutino se puebla de madres atribuladas que se abren camino contra viento y marea para entregar a sus niños a tiempo, en una ciudad donde la puntualidad es sólo una utopía. Las madres al volante, que avanzan de a poco entre la marea de autos, deben arreglárselas para estacionarse donde no hay un cajón de estacionamiento ni para remedio, y arrastrar mochilas y chiquillos hasta la mismísima puerta de la escuela particular, donde por aquello de la inseguridad, los recibe un policía armado.

Con un chiquillo en la panza y el otro de la mano, las mujeres menos pudientes, desde tempranito echan el bofe en el Metro o en las peseras y deben desafiar la rudeza del tránsito en cada crucero, para entregar a su niño en la escuela pública, antes de correr a otro trabajo.

Y como nadie dijo que la vida sea justa; también los hay que ni en auto ni a pié tienen una escuela donde ir, porque los mexicanos seguimos siendo muy prolíficos -especialmente aquellos cuya pobreza extrema, no les permite más gustito que el del retozo; y la verdad, no hay escuela que alcance para tanto chiquillo que nace nueve meses después. No hay regla sin excepción pero es muy fácil prever que la mayoría de estos niños iletrados, acabarán de diputados, de policías, o limpiando parabrisas en los semáforos.

adelace2@prodigy.net.mx

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