EL GÁNGSTER AMERICANO Y EL POLICIA DEL ESPACIO
Ridley Scott, director de Gángster Americano, es un tipo frío. Esa frialdad, la distancia que pone entre sus personajes y el público, funciona bien en sus mejores cintas, como Los Duelistas y Alien. O mejor aún en su obra maestra, Blade Runner. Pero su estilo gélido ha dañado muchas de sus películas recientes, como Matchstick Men o Un Buen Año. Aun cuando la ocasión se pinta para entibiarse, como en Gladiador o Thelma y Louise, el técnico y calculador Ridley sufre para sacar su lado melodramático sin sentirse forzado.
Ahora entra de lleno a un campo largamente dominado por italo-americanos, donde la exhuberancia emocional es requisito indispensable para toda historia épica que pretenda dejar huella en la historia, o de perdido, en la memoria de corto plazo del cine. En el subgénero gangsteril, donde el estándar dorado sigue siendo el aparentemente imposible de desbancar Padrino, las armas de Scott truenan como pistolitas de bajo calibre. Con esto no quiero decir que Gángster Americano sea una mala película. Para nada. Es una experiencia sumamente disfrutable, que pese a su larga duración, mantiene una intensidad constante. El problema es que el estilo de Scott estorba a una historia que por su amplitud, calidad de producción y el talento actoral involucrado, pudo aspirar a un territorio propio junto a las grandes, robándoles parte de la acción a los tanos.
Gangster Americano narra el ascenso y caída del maleante negro Frank Lucas, quien en la vida real fuera el más poderoso traficante de heroína en el Nueva York de los setenta. Lucas reinventó el negocio, eliminando a los intermediarios y ofreciendo al público un mejor producto a un precio más bajo, algo así como el Sam´s Club de las drogas recreativas. Lucas, además, se tomó literalmente el asunto de La Familia mafiosa, y dio empleo a su parentela entera. Tuvo entonces a empleados súper confiables, con la camiseta puesta de nacimiento.
La historia de Lucas era más que suficiente para llenar el cuadro, pero Scott decide compartirlo a partes iguales con el policía que, al paso del tiempo, iniciaría la investigación contra Lucas. Este detective, de ejemplar honestidad en su trabajo (no así con su familia), se embarca en la misión de encarcelar a un hombre de absoluta corrupción pública (pero total honestidad familiar). La trama del policía, gracias a la habilidad de Scott, se siente igual de intensa que la de su antagonista, pero no es ni la mitad de importante. Lo que demuestra acaso, es que el verdadero servicio público es totalmente incompatible con los negocios personales, y hasta con los ocasionales domingos con los niños.
La historia de Lucas merecía atención completa, para perdurar como fábula de revancha social y racial, de inteligencia comercial y de corrupción policíaca. Como lo saben los maestros Coppola y Scorsese (a los que ahora estoy tentado a añadir al maestro David Chase, creador de Los Soprano), en las películas de mafiosos el corazón del público siempre se inclina hacia el hombre de familia, y se muestra dispuesto a perdonarle sus monstruosidades. El policía honesto está fuera del género. Es casi un increíble pasajero alienígena, que más bien pertenece a la serie de Duro de Matar, o a los Intocables, o a alguna otra fantasía.
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