El juego de poder que todos juzgamos
Cuatro estrellas de 5
Los magos Penn y Teller suelen, en sus presentaciones en Las Vegas, repetir un acto con el velo descubierto, mostrando ufanos la forma en que efectuaron su ilusión y engañaron al público. Penn y Teller se animan a cometer esta herejía contra su profesión porque además de magos son comediantes irreverentes y desmitificadores. Los ilusionistas pomposos no se atreven. Los políticos pomposos saben que perderían el respeto del público si se descubre que sus actos, aparentemente hábiles o hasta sublimes, son sólo arreglos pedestres, y mientras más espectaculares, mucho más caros. Perdón, ¿dije ilusionistas o políticos?
Si le dijeran que un sólo hombre, un diputado tejano del que seguramente no ha oído hablar antes, es el principal artífice del derrumbe del imperio soviético, pensaría que es mentira. Si le insistieran que es verídico, dirá que es cuestión de magia. Pero luego de ver Juego de Poder, y conocer los arreglos y movidas que el congresista Charlie Wilson efectuó para llevarle armas a los mujadines en Afganistán y así desangrar financieramente a los soviéticos un helicóptero a la vez, verá que el asunto dista mucho de la magia, y se parece más al otro lado de Las Vegas: viejas y apuestas.
Juegos de Poder, del veterano y muy inteligente Mike Nichols, es un divertidísimo recuento del momento estelar en la carrera de Wilson, cuando su labor clandestina consiguiendo fondos y su brillante trabajo de enlace entre socialités tejanas, la CIA, el Mossad, y el gobierno golpista Pakistaní, logró unir a este grupo dispar y hasta de intereses antagónicos, en un único y poderoso objetivo común: sacar a Moscú de Afganistán. La estrategia resultó muy bien, mejor de lo que podían haber soñado. Pero cuando la derrota militar de los rusos llevó al colapso completo de la Unión Soviética, Charlie Wilson era una figura de muy poca monta para otorgarle semejante crédito, y la medalla se la pusieron Reagan y Rambo.
Es delicioso cuando una cinta logra, como esta, descorrer la cortina y mostrarnos el mecanismo. Al grosero pragmatismo de Wilson habrá que reconocerle una notable habilidad negociadora, que es completamente desconocida para los Calderones y Mouriños o los Ortegas y Encinas (no así para los Beltrones y Gordillos). La cinta funciona mejor cuando mantiene tono de farsa, aunque recurre ocasionalmente al melodrama, para justificar la cínica actuación de Wilson en un idealismo subyacente. La convicción de luchar por el lado de los buenos en la guerra fría, y la indignación por los terribles atropellos soviéticos sobre la población civil afgana, en algo legitiman las muy sucias, pero necesarias, maniobras de Wilson. En eso difieren los arreglos de la administración actual de Washington, que a la suciedad de las maniobras, añaden la suciedad de las intenciones.
mrivera@solucionesenvideo.com