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Citius! ¡Altius! ¡Fortius! ¡Argentius! (O como se diga “Más dinero”)

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Los Juegos Olímpicos (de la Era Moderna, siempre hay que aclarar) han tenido una evolución muy peculiar. En primer lugar, nacieron de los esfuerzos de un desocupado noble francés, el Barón Pierre de Coubertin, cuyos hábitos y prácticas deportivos permanecen ignotos. Como buen aristócrata de fines del siglo XIX fascinado por lo pagano, Coubertin promovió el renacimiento de los certámenes deportivos que durante siglos se habían celebrado en Olimpia entre las distintas y rijosas ciudades-estado griegas; con el añadido de las recientes actividades físico-atléticas generadas por las nuevas clases sociales ociosas, producto de la Revolución Industrial. Para proteger la exclusividad del evento, Coubertin postuló como fundamental que los atletas fueran amateurs; o sea, que no recibieran pago por sus emanaciones sudoríparas. Por supuesto, ello era posible básicamente sólo para las clases privilegiadas, que podían darse el lujo de pegar de brincos o raquetazos sin tener que trabajar para ganarse el sustento. Con ello se intentaba dejar fuera de los Juegos a la raza, la pelusa, la chusma, el infelizaje, los de Sol (y Sombra Norte). Sólo cuando el dinero y la mercadotecnia pasaron a constituir el espinazo de las Olimpiadas quedó atrás el mentado amateurismo.

Los primeros Juegos Olímpicos se celebraron en Atenas en 1896 con un éxito inesperado. Por ello, los siguientes dos (París 1900, San Luis, Missouri, 1904) se empataron con Ferias Mundiales, de manera tal que las competencias tenían lugar entre stands de maquinaria, exhibiciones de ganado y espectáculos con la mujer araña y el becerro de seis patas. Especialmente en la III Olimpiada los juegos se degradaron tanto (sólo falto el lanzamiento de enanos), que se prohibió que Juegos posteriores se celebraran junto a cualquier otro evento internacional.

Al cobrar importancia y cobertura noticiosa, los Juegos fueron vistos como un insuperable escaparate para presumir éxitos (reales o supuestos) y como poderosos símbolos de a dónde había llegado un país (aunque, siempre hay que aclararlo, la sede se le otorga a una ciudad, no a un Estado Nacional). También, cómo no, que las Guerras Mundiales, con todos sus horrores, no habían abatido el espíritu olímpico. Por eso, las Olimpiadas que siguieron a las grandes conflagraciones se celebraron en ciudades muy castigadas durante las mismas (Amberes 1920, Londres 1948). Ándele, para que vean que las bombas no quitan las ganas de correr. Más bien al contrario…

El primero en darse cuenta del valor de los Juegos Olímpicos como vehículo propagandístico fue Adolph Hitler, quien aprovechó los de Berlín 1936 para promover los logros de la Nueva Alemania y sus irracionales teorías raciales. El ejemplo cundió, y pronto las Olimpiadas se volvieron asuntos de orgullo nacional (y hasta regional: acuérdense del enfadoso catalanismo de Barcelona 1992) de para promover agendas de muy diversos tipos. Lo cual, por supuesto, no tiene nada qué ver con el deporte, pero también sirve para vender boletos, llaveros y ceniceros con las imágenes de las mascotas del evento.

Así, las Olimpiadas de Roma 1960, Tokio 1964 y Munich 1976 le mostraron al mundo el nuevo rostro de los perdedores de la Segunda Guerra Mundial y cómo habían dejado atrás sus instintos agresivos y deseos de conquista. Las de México 1968 (las primeras en celebrarse en un país en desarrollo) pretendían presumir que el país ya había entrado en la Modernidad (lo que sigue sin lograr, por cierto) y las bondades del régimen priista... Y ya sabemos lo que ocurrió en las semanas previas a que Enriqueta Basilio encendiera en pebetero en el Estadio Olímpico, sucesos que mostraron lo premoderno y autoritario del régimen (ahora-sí-que) en cuestión.

Los Juegos de Seúl 1988 tuvieron el mismo objetivo: 35 años antes, la Península de Corea era básicamente ruinas y cenizas; ahí nomás, la capital de Corea del Sur mostró los logros obtenidos y cómo había sabido alcanzar altos niveles de progreso sin consultas populares ni diputados botarates y mitoteros.

Moscú 1980 pretendió enseñarle al mundo que la imagen del feroz oso ruso creada por las películas americanas y la revista Selecciones era falsa: que el socialismo soviético era amigo de la paz, entrañablemente amable, y que los rusos no tenían una permanente jeta de estreñidos ni las rusas eran todas bigotonas. De hecho la mascota del evento fue Misha un osito tierno-tierno, pachoncito-pachoncito. Lo malo fue que la fiesta se las aguaron algunos países occidentales encabezados por Estados Unidos, que boicotearon los Juegos como protesta por la invasión soviética de Afganistán, ocurrida unos meses atrás. Claro que los soviéticos y sus satélites le pagaron con la misma moneda a Los Ángeles 1984, que por lo mismo resultó una intolerable sarta de triunfos norteamericanos que sirvieron de pretexto para un chauvinismo insufrible.

Ahora, los Juegos de Beijing tienen un propósito similar: demostrar que China ya es un país digno de tenerse en cuenta, que está embarcado en ocupar el lugar que siempre le ha correspondido en el escenario mundial, y que el régimen no es tan malo y represivo como lo pintan algunos medios. Quién sabe cómo les vaya a resultar la apuesta. El Gobierno comunista chino (lo único que allá sigue siendo comunista) no tiene mucha experiencia en el manejo de grandes cantidades de extranjeros, y vaya uno a saber si la infraestructura y la logística estén a la altura: mi hija Constanza, que recién se dio una vuelta por allá, me dice que muy poca gente habla inglés (u otros idiomas occidentales, si a ésas vamos), incluso en los hoteles supuestamente reservados para los turistas olímpicos. Además de que el régimen tiene la mano pesadita a la hora de aplacar opositores. Con el escaparate de los Juegos, sin duda éstos se verán tentados de mostrar sus inconformidades, y provocar una reacción oficial que manche la imagen que el régimen quiere presentar prístina y rechinando de limpia.

Pero independientemente de todos los ingredientes políticos que se han ido añadiendo a las justas olímpicas, éstas se han convertido más y más en eventos mediáticos y mercadotécnicos, donde el principal objetivo parece ser sacar dinero hasta de las piedras.

Claro que las Olimpiadas no siempre son negocio: los quebecoises siguen pagando el fracaso de Montreal 1972, y sin saber cómo techar el estadio olímpico. Pero creo que resulta indiscutible que los Juegos hoy en día se han convertido en un maremágnum de ventas y publicidad, en el que apenas se aprecia, de vez en cuando, el viejo espíritu olímpico. O al menos, la versión romántica de él que nos inocularon en primaria a quienes éramos niños en 1968. Llámenme viejo o anacrónico, pero creo que entonces las Olimpiadas eran otra cosa. Y entonces de perdido ganamos tres medallas de oro… lo que dudo mucho vuelva a ocurrir, estando el deporte nacional en las mafiosas e ineficientes manos en que se encuentra.

Consejo no pedido para que le toquen el himno parado en el taburete del baño: vea la clásica Carros de Fuego (Chariots of fire, 1981). La música de Vangelis es inolvidable. Provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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