El arte de la política, bien lo sabemos, consiste en comer sapos y sonreír en el proceso. Quien se dedique a tan estéril menester debe ser capaz de aguantar ataques y denuestos que difícilmente se producen en cualquier otra actividad del humano acontecer. Y quien detenta el poder debe prevenirse doblemente: lo más probable es que sus opositores echarán mano de cuanta arma tengan a su disposición para atacarlo; y, de ser posible, quitarle la capacidad de mando.
Claro que hay de formas a formas, de medios a medios. Y algunas maneras de ponerle zancadilla al rival pueden ser bastante extrañas.
Tómese como ejemplo lo ocurrido esta semana al primer ministro de Tailandia, Samak Sundaravej.
A este señor la Oposición desde hace rato lo traía en jabón. Y había buscado su caída por todos los medios legales, constitucionales y creo que hasta de brujería que se les habían ocurrido. Y no habían tenido mucho éxito que digamos en quitarle la jefatura del Gobierno tailandés. Hasta que aprovecharon una extraña debilidad del susodicho primer ministro: su afición por la cocina.
Mejor dicho, su costumbre de presumir sus capacidades culinarias. Resulta que el señor Sundaravej, antes de presidir el Gobierno, tenía esporádicas intervenciones en un programa de televisión donde distintos personajes revelan sus mejores recetas, las cocinan al aire, y en lo que baten la crema y empanizan el pescado hablan de temas de su interés. En el programa participan desde deportistas hasta cantantes, pasando por políticos desempleados.
La cuestión es que el señor Sundaravej no dejó sus incursiones en la televisión culinaria una vez que fue elegido primer ministro; sino que siguió apareciendo con cierta regularidad en el programa. Claro, eso ya es de por sí motivo para cuestionar a un gobernante, que se toma su tiempo para andar entre cacerolas y cámaras. Pero eso no fue lo peor. Lo grave es que el primer ministro Sundaravej cobraba por sus apariciones. No mucho, hasta eso: unos $2,300 dólares (quién sabe cómo estarían las recetas). Pero lo suficiente como para violar la Constitución tailandesa, que prohíbe expresamente que un funcionario de ese nivel sea contratado por una empresa privada. Eso fue lo que determinó el Tribunal Constitucional tailandés, que le ordenó a Sundaravej que dejara el cargo.
Éste se negó, alegando que era free-lance, no contratado. Que por tanto sus charlas de cocina no violaban la Constitución. Y que todo se trataba de un compló de la Oposición para descharcharlo. ¿Resultado? Una crisis política tamaño caguama en un país que nunca se ha caracterizado por su estabilidad. Y que sin embargo aspira a convertirse en un nuevo Dragón económico, como sus vecinos Malasia y Singapur.
La pregunta obvia es: si el primer ministro les hubiera mandado itacate de sus mejores platillos a los jueces, ¿habrían fallado éstos en su contra?