Diariamente recibo correos, la gente amablemente me escribe, me pregunta que cómo soy. Soy un viejo campesino que busca respuestas comprensivas a las preguntas eternas; un filósofo que se reinventa cada día, tengo una vida bien vivida y mejor bebida, cada amanecer busco entender los misterios de la vida... pa’ luego ser entendido.
Disfruto los pequeños goces diarios de la vida, me recreo en ellos, me deleito con la satisfacción de hacer bien las humildes tareas, de crear, de modelar y de servir, lleno mi corazón de tranquilidad; gozo los primeros rayos del Sol tanto como la inigualable belleza de los matices del ocaso o los anocheceres tachonados de hermosas estrellas.
La vida me ha enseñado que “la felicidad algunas veces es un milagro, la mayoría de las ocasiones una conquista”, está dentro de nosotros, el secreto está en descubrirla… y luego gozarla. Estamos aquí para ser felices, pa’ mí todo es posible si tenemos un propósito en la vida. Diariamente libero mi corazón del odio, la mente de preocupaciones, y teniendo una actitud mental positiva vivo sencillamente.
Cuando el gallo me despierta con su canto matinal, decido ser mi mejor amigo, después de todo yo me acompañaré por el resto de mis días; dialogo con mi voz interior, le doy a Dios una buena noticia, me levanto sonriendo, tengo conciencia de vivir mi vida a plenitud; pero, sobre todo, me emancipo de mis miedos.
De las abuelas de mi pueblo he aprendido que para la belleza no hay edad; el encanto personal es un arma secreta, un perfume invisible que flota en el aire; no cometo el error de medirme con los patrones de belleza que la sociedad establece, tengo la voluntad de romper paradigmas, pa’ mí no importa la edad, estatura, peso, color, lo que importa es tener seguridad en mí mismo, sentirme reconciliado con el corazón.
Los seres humanos tenemos cinco edades: la del niño, la del adolescente, la del joven, la del adulto y la del “qué bien te ves”, es en esa edad precisamente en la que me encuentro; por eso sé respetar mi cuerpo, porque es el instrumento que Dios me dio para trasladarme, comunicarme y triunfar. Diariamente busco el equilibrio entre trabajo, comida, descanso y distracción, nunca me obsesiono por el peso, la belleza, las canas o la salud; bien sé que la naturaleza fluye de forma espontánea.
Me siento parte del milagro del nuevo día, no me obsesiono por lo que según algunos me falta, me entusiasmo por lo que me sobra. Cada amanecer hago una unidad de amor entre mente, corazón y cuerpo, reafirmo el amor y respeto por mí mismo, siembro en mi mente pensamientos positivos, lleno mi vida de encanto, es lo que me transforma en un ser distinto.
Dios es el principio y fin de mi vida, quien lo tiene no le falta nada; cuando todos te abandonan, Dios se queda contigo. Encuentro a Dios en las pequeñas cosas, me mejoro cada día, aprendo que una palabra de aliento a tiempo, un abrazo cariñoso, un corazón que comprenda son más importantes que el dinero.
La vida en la tierra es temporal, todos vamos de paso, algunos atesoran sus bienes como si fueran a quedarse eternamente; el valor de la vida no está en el tiempo que vives, sino en la intensidad con que haces que sucedan las cosas.
Lo anterior me recuerda la ocasión aquélla en la que entra al confesionario una guapa mujer:
––Padre, he pecado.
––Te escucho, hijita –dijo el sacerdote mientras la recorría de arriba abajo con su penetrante vista.
––Padre, he hecho el amor, aquí en la iglesia.
––¿Cómo es eso? –pregunta el sacerdote–, ¿dónde fue tu encuentro de sensualidad incandescente y lubricidad carnal?
––Allá, donde está San Pedro, hay una puertita que va a dar a un cuartito que está oscurito… y bueno pues allí.
––¡Ah!, ya sé dónde, hija mía, desde luego el pecado es grave… pero, el cuartito está con madres, ¿verdad?
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