La toma de la tribuna no fue ridícula. Fue efectiva. Pudo haber sido lo que nos dé la gana. El acto de ocupar el corazón del parlamento para impedir la discusión y la decisión de las mayorías puede ser calificado como un secuestro o un golpe; puede ser elogiado también como una astuta manifestación política, una legítima expresión de descontento. Sea lo que sea, no fue una ridiculez, como sugirió el presidente: logró lo que quiso. Impidió que las asambleas federales discutieran una propuesta legislativa, sometiendo a la mayoría a la voluntad de los audaces. Si lo que considero inaceptable es tomado como una nimiedad por el conjunto de la clase política, si lo que juzgo aberrante es tomado por costumbre saludable y es, además, palanca de eficacia política, el que está desubicado soy yo, obviamente. El ridículo soy yo.
Ridículo es el tipo que provoca risa sin quererlo. No es que sea simpático, que diga cosas graciosas, que cuente buenos chistes. Un comediante a su propia costa, causa risa sin querer. El ridículo es un humorista involuntario: es el blanco de la risa de todos. Camina tranquilamente por el mundo sin darse cuenta de que se pasea con la bragueta abierta. Todos le ven los calzones, pero él no se da por enterado. Saluda a los vecinos que se encuentra en la calle para descubrir risas como respuesta. Cree que el vecindario es muy amable pero, en realidad, se burla de él. Es su confianza, no el asomo del calzón, lo que resulta ridículo. Es que el ridículo tiene una seguridad infundada; tan infundada que todos la saben falsa; pero tan segura que no puede percatarse de que está haciendo un numerazo.
El payaso puede ser chistoso o no, pero no es ridículo por que anuncia con el maquillaje, la narizota y los zapatos que es un payaso. Al presenciar sus bromas sabemos que no se toma las cosas muy en serio. Nos podemos reír con él, pero no podemos burlarnos de él.
Quien es ridículo es el burócrata que se hace el payaso; el repelente galán, el mago que no sabe esconder los hilos de su truco. Tan ridículos como los que piden reglas en el país de la negociación eterna.
Habrá que aceptar que quienes nos sentimos indignados por la clausura del Congreso quedamos en ridículo. Por el contrario, quienes orquestaron y defendieron la ocupación del Congreso demostraron que entienden los resortes de nuestra política. Los legisladores a los que se impidió el uso de ese espacio consideraron el acto como una molestia menor y, en congruencia con las prácticas recientes, negociaron las condiciones de los ocupantes. Después de que el Congreso se plegó a las condiciones impuestas, se liberaron las tribunas. Ridículo es quien saca las cosas de proporción y se enardece por lo insignificante.
A mí me parece inadmisible la retención ilegal de un espacio común; al resto del país, en particular a todas las fuerzas políticas de México, el embargo fue molesto pero, en última instancia, aceptable. Me siento por ello igualmente ridículo. Grito en el estadio que el equipo que va perdiendo no tiene derecho de raptar el balón. Digo que es indefendible que todo el equipo se apodere de la pelota y no la suelte, pero todos me voltean a ver como si fuera un histérico que no entiende la cultura del deporte. Me dicen que “tomar el balón” es fastidioso, pero que así se acostumbra y que luego el partido se pone mejor. Mi grito resulta aún más absurdo al percatarme que, independientemente de los espectadores, el equipo contrario y el árbitro pactan las condiciones para liberar el balón. Y que el partido sigue…y no pasa nada.
Todos se sienten orgullosos de que “ha ganado la política”. Esto demuestra que podemos llegar a acuerdos, dicen hinchados de satisfacción. Yo, ridículamente, creo exactamente lo contrario: perdió la nueva política democrática de las reglas, ganó la política de siempre, la política de las transacciones. Que a las instituciones se las siga llevando el diablo no me parece que sea un evento a festejar. Viéndolo en primera persona, insisto que el desenlace del conflicto me puso en ridículo. Mi argumento quedó exhibido como una cómica diatriba pudibunda. Un blablablá ñoño y melindroso. Sentir una profunda irritación por la imposición del asambleísmo troglodita en la sede simbólica de la república parece mojigatería decimonónica. Una vieja solterona indignada con las inmorales prendas de esta época envía cartas a los medios. Horror: ¡las actrices enseñan sus impudicias en la televisión! Horror: ¡los diputados presumen su ultraje por la televisión! ¿Qué van a aprender los niños? Idénticas puritanerías reaccionarias. Ridiculeces.
Para dejar de ser ridículos habrá que aceptar el código del nuevo régimen. Un régimen definido por la audacia de una izquierda antiinstitucional y una derecha timorata. El régimen del chantaje no terminó con la Presidencia de Fox. Sobrevive, ahora disfrazado como prudencia calderonista. Para dejar de ser ridículo habrá que entender los reglamentos del régimen y aplicarlos a conciencia. Sugiero que los ministros de la Suprema Corte de Justicia aprendan la lección. Es bastante clara. Tienen frente a sí una decisión crucial: la constitucionalidad de la despenalización del aborto. Los ministros que se percaten de que están en desventaja deberán tomar el pleno e impedir el “albazo.” Aferrándose al micrófono y las sillas, pueden colocar una manta que celebre la clausura del tribunal y esperar hasta que el resto de los ministros acepte sus condiciones. Pensar que la deliberación puede canalizarse racionalmente y que debe aceptarse la decisión de la mayoría sería ridículo.
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