Águilas cavando pozos.
Hoy en día muchos padres se ven obligados a trabajar muchísimo para poder enviar a sus hijos a los “mejores” colegios. Cada vez es más común que ambos progenitores trabajan más de 8 horas al día para poder pagar la famosa colegiatura, se endeudan cada vez que tienen que pagar la matrícula y ni qué decir de la lista de útiles escolares en las que se incluyen libros caros, ¡qué buen negocio! Los padres hacen todo esto pensando que es lo mejor para sus hijos. A veces ni siquiera pueden verlos al regresar de la escuela ya que ambos trabajan. El niño llega a su casa, calienta su almuerzo en el microondas, come mirando los pésimos programas de la televisión o alimenta el mal hábito de los video juegos. Después de ello, al final de las prioridades, se ponen a hacer la tarea.
Muchos padres consideran que un buen colegio es aquel que deja muchas tareas, pues quieren que su hijo se encuentre muy ocupado con las mismas para que no piense en otras cosas. Por la noche, cuando los padres llegan, la pregunta típica es: ¿Hiciste la tarea?, ¿Ya estudiaste? Luego sigue una revisión de rutina, el clásico regaño si el niño no las hizo según los estándares del padre. Si las hizo correctamente el padre premia autorizando mas uso de videojuegos o con una salida al cine los fines de semana.
Sabemos que hay muchas cosas que andan mal en el sistema educativo actual y, sin embargo, no se hace nada al respecto. Nuestro sistema educativo no promueve la creatividad ni la innovación ni fomenta que cada quien desarrolle sus habilidades y sus tendencias innatas para que sea el mejor que puede ser en el campo en el que se quiera desarrollar.
Muchos estudiantes odian las tareas porque no le encuentran sentido a repetir una y otra vez los ejercicios. Otros odian los cursos porque simplemente, comprenden desde el primer momento que alguna o algunas materias en particular no les interesan lo mas mínimo e incluso se dan cuenta que van en contra de su naturaleza. Todas las personas vienen a este mundo con un don. Imagine usted a Cuahutemoc Blanco sentado en una oficina trabajando de contador, o a Lorena Ochoa de vendedora de casas o a Armando Manzanero de jugador de básquetbol, en los tres casos sería un desperdicio de talentos. Todos los alumnos tienen una habilidad que fácilmente pueden desarrollar, pues la mano de Dios ha escrito con tinta indeleble en el corazón de cada ser humano esos dones únicos que pueden hacer de cada persona un ser maravilloso, si se permite que se desarrollen y maduren.
La educación en las escuelas debe promover que cada niño aprenda a tener confianza en sus propias capacidades y desarrollarlas totalmente, luego, con el tiempo, cuando esté bien afianzado en aquellas aptitudes que son tan naturales para él, entonces podrá ir abordando otras facetas que lo puedan complementar. Pero lo que se hace es todo lo contrario, se encasilla a todos los alumnos en un programa atiborrado de materias. Asumiendo que mientras más cursos y talleres tenga el colegio “mejor colegio es”.
Lo peor es la presión de las notas, las calificaciones, los exámenes. Muchos niños vuelven a orinarse en la cama, tienen pesadillas, se comen las uñas. Otros llegan hasta el suicidio. Todo porque en nuestros días la “educación” se sobrevalora hiperbólicamente. Aparte de que, por si fuera poco, “educar” se ha vuelto sinónimo de inculcar conocimientos intelectuales, de estimular el intelecto. ¿Quién se preocupa de formar el espíritu, el alma, el corazón?
Hay una historia de Leo Buscaglia, el recordado “Dr. Amor”: la escuela de animales.
Un conejo, un águila, un pez, una ardilla, un topo, un pato y otros animalitos, se reunieron para fundar un colegio y se sentaron a redactar el programa de estudios.
El conejo quiso que en el programa se incluyera la carrera. El águila quiso que se incluyera la técnica de volar. El pez, la natación. La ardilla insistió en que debía agregarse el modo de trepar a los árboles en forma perpendicular y el topo exigió que todos cursaran la materia de cavar hoyos. Los demás animales también quisieron incluir su especialidad en el programa de modo que anotaron todo y cometieron el gran error de exigir que todos los animales cursasen la totalidad de las materias. Por supuesto que la escuela nunca funcionó.
La rebeldía en la juventud es natural, y si se fuerza a cavar hoyos a las águilas el problema se agrava. Los “maestros" le explican la importancia de cavar hoyos e incluso tildan de tonta al águila que se quiebra las alas y es incapaz de extraer tierra como un topo.
El momento de cambio en la educación ha llegado. Pero no está en los maestros intervenir en ese cambio, son parte interesada y justificarán la importancia de todos los cursos e incluso tratarán de incluir otros que también, a su juicio, serán necesarios. Tampoco está en los gobiernos, ya que su interés está centrado en mantenerse en el poder, en lugar de pensar en el desarrollo de la persona. Los gobiernos asumen que sólo ellos pueden corregir las cosas, o mejor dicho, no les conviene que otros las corrijan.
El cambio está en los padres de familia, los que por fin deben cuestionar y comprender lo que es una educación de calidad. Reconozco que no es fácil. Pero ¡vale la pena! Libérense a sí mismos y a sus hijos de la paranoia de la educación: estimulación temprana desde los seis meses, maternal a los dos años como si fuera preparatoria para ingresar al Kinder y cuando los niños al fin llegan al primer grado, ya son bachilleres que van a ingresar a la educación primaria, pero llevan una pesada mochila de conflictos emocionales a cuestas y un alto déficit de los atributos y virtudes que bien podrían caracterizar a un niño de seis años: espontaneidad, naturalidad, espíritu de fraternidad y no de competencia, originalidad y no creatividad artificial, autoestima, candidez, ganas de aprender. Si jamás le inculcamos lo que realmente necesitan aprender: a vivir jubilosamente, a valorarse y a tener conciencia de su propia dignidad, a ser ellos mismos y a desarrollar sus propias fortalezas, a convivir en armonía, a encontrar modelos de amor, entonces, crecerán desorientados, necesitados de amor y sin la capacidad de amar y sin la oportunidad de llegar a ser todo lo que pueden ser. Se puede aprender a amar, si estamos dispuestos a dedicarle el tiempo, la energía y la práctica necesarios, el amor consiste en compartir nuestro gozo con la gente.
Nuestra tarea como padres no consiste en enviarlos al mejor colegio. Tenemos el deber de darles lo mejor de nosotros mismos: nuestro tiempo, nuestro amor, nuestra atención, nuestro espíritu, nuestra sabiduría, nuestra paciencia, nuestra comprensión. Debemos intentar configurar la vida bajo estas premisas. Aunque te conviertas en un bicho raro, aunque signifique prescindir de mayores ingresos materiales, aunque tengas que luchar con maestros e instituciones.
En nuestras manos esta permitir que esos seres que Dios nos ha confiado hoy, sean los líderes reales que se necesitaran mañana. ¡Ese es nuestro compromiso!