En un par de minutos el grupo de preparatorianos en torno al que sostiene el teléfono celular ha crecido, desde acá los oigo emitir al unísono expresiones de asombro una y otra vez, en tanto los que van llegando se arremolinan tratando de alcanzar a ver la pantalla del aparato electrónico. Unos minutos después el grupo comienza a dispersarse, aunque los de la periferia que inicialmente no alcanzaron a ver, ahora piden al dueño del celular que lo ponga otra vez, y un nuevo círculo empieza a formarse... Los demás se retiran avanzando en todas direcciones, cuando pasan frente a mí los oigo referir como cualquier otra cosa a uno recién llegado: ¡Ah! Es un video que bajaron de Internet, se ve cómo torturan y matan “bien gacho” a una “chava emo” allá por Irak, o algo así... Alarmada me acerco a indagar, los muchachos me reciben inicialmente con sorpresa que pronto pasa a ser desconfianza, se miran unos a otros, comienzan a reírse en tanto ponen fuera de mi vista el aparato y comentan entre ellos señalándome: “¿Y esta loca qué?...”. Luego de lo cual el grupo termina por disgregarse entre risas...
El anterior relato no sucedió como tal, el video sí existe, fue tomado mediante celular y luego subido a Internet, toma los momentos cuando una joven es salvajemente sometida por un grupo a la tortura y a la muerte. Junto con otro de similar temática nuestros chicos lo intercambian de celular a celular para ampliar sus respectivas colecciones; me invade cierto desencanto al recordar con ello cuando yo de pequeña hacía trueque de aquellas estampitas conteniendo las fotografías de las estrellas de Hollywood...
...¿Qué pasa con nuestro mundo? ¿Qué pasa en el interior de nuestros jóvenes? La sociedad se parapeta bajo el término “realidad virtual” para dar entrada a la versión electrónica del Circo Romano, y asistir una y otra vez al mismo escenario descarnado desde el lado aséptico de la vida, desde un aparato celular de última generación. Si cuestionamos a los jóvenes por el tipo de entretenimiento que procuran se ríen y nos tildan de “viejillos ridículos que no agarran la onda”.
¡Ah! ¡Pero luego nos alarmamos porque una chiquilla de primaria se suicida! Nos miramos unos a otros con incredulidad y decimos ¿Cómo? Acto seguido, convocamos expertos que nos digan qué pudo suceder en la vida de esta pequeña para tomar tan fatal determinación... y sobamos la noticia un día y el siguiente, y el siguiente... escudriñamos los motivos de la suicida y su entorno familiar; hablan sus maestros, dictan cátedra los especialistas... y a la vuelta de tres o cuatro días pasa el encanto de la noticia, la cubre el polvo, y “a otra cosa, mariposa”...
Si algo tiene la infancia es fantasía, a partir de ello la muerte es un elemento mágico que viene a resolver todos mis problemas; dentro de esa fantasía la muerte se revierte una vez que se resuelva el problema que ahora me lleva a buscarla. Me lleva a reflexionar que al momento de la fatal decisión, en su desesperanza y soledad la chiquilla nunca supo que la muerte era para siempre, así de simple.
Estamos gestando una sociedad con un alarmante nivel de violencia, y una tolerancia perversa. Damos un vistazo en torno nuestro, asistimos a la premier del reino de la tortura, y seguimos como si nada, mientras que la muerte no nos toque un pelo a nosotros, nos da igual lo que le pase al de al lado, y más aún al de la pantalla. Como hubieran dicho los chavos del inicio al ser cuestionados por bajar y difundir los asesinatos de esos jóvenes, “Oye, párale ahí, ésta es una realidad virtual, nosotros no estamos haciendo nada malo...”.
Volviendo a la pequeña suicida: ¿Quién le avisa ahora que su muerte no tenía vuelta para atrás como en la “tele”? ¿Quién va a explicarle que no iba a resolverle sus problemas? ¿Y que debió haber pensado bien las cosas antes de colgarse a sus once años de edad?...
Solemos señalar con índice de fuego a los profetas del fin del mundo que se atreven a verter sus sombríos pronósticos sobre nuestros conturbados corazones. Valdría la pena sin embargo, echar un vistazo a la Historia Universal para revisar la figura de Calígula o la de Nerón, y –simple matemática- comenzar a medir a qué distancia está nuestra sociedad actual con sus tibiezas, sus tolerancias, y su inicua molicie, de aquel Imperio Romano con el que los libros nos enseñaron la palabra “decadencia”.
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