“La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo”. León Tolstoi
Hay momentos que marcan nuestra vida como una espada de fuego, momentos a partir de los cuales nada será igual nunca más. En días pasados los ojos del mundo siguieron a través de los medios de comunicación primero el rescate de Ingrid Betancourt y de otros catorce rehenes, y después el reencuentro de ésta con sus hijos tras más de seis años de cautiverio por parte de las FARC. Quienes nos habíamos solidarizado con la causa de la ex-candidata a la Presidencia de Colombia secuestrada durante su campaña política, hoy seguíamos con singular gozo los momentos cuando, despojada de toda investidura política, la mujer y madre corre al encuentro de sus hijos.
Tras las primeras horas del rescate surgieron diversas versiones con relación a la autoría de la estrategia militar que puso fin a un prolongado cautiverio; ahora se habla de fuertes cantidades de dinero a cambio de la libertad de Ingrid. Independientemente de lo que resulte, algo queda fuera de toda duda: Los seis años que pasó un ser humano encadenado de manos y pies en un paraje de la selva colombiana temiendo por su vida a cada segundo, no se los quita nadie; las humillaciones de las que fue objeto no se borran de un plumazo de la historia personal de un ciudadano cuyo grave delito fue no someterse a las advertencias de la guerrilla.
Desde esta modesta tribuna me permito hacer un homenaje a ese espíritu que no se arredró aun cuando las cosas en el exterior parecían totalmente contrarias; a la mujer que logró conservar muy en alto el deseo de volver a ver a sus hijos; a la fe que mantuvo su cuerpo en una sola pieza cuando la enfermedad amenazaba con agotar la vida. Hoy regresa Ingrid como una triunfadora para correr al encuentro de lo que ella ha descrito como el paraíso entre los abrazos amorosos de sus hijos.
Gracias Ingrid, como ser humano nos has enseñado que la fe es lo último en morir. Hemos aprendido que no hay que darse por derrotado ni aun cuando consideramos que todo en derredor pareciera estar en contra nuestra.
Gracias por demostrarnos en tu día a día que la desesperanza es un ave carroñera que ronda las horas de dolor, y que vale la pena ahuyentarla hasta con el último aliento; no permitir que se instale a esperar nuestra derrota final.
Hoy nos has dado un claro ejemplo de fortaleza, aquélla que te mantuvo con vida y ánimo cada minuto, cada hora y cada día. Porque tus hijos crecían felices en tus pensamientos; con tus oraciones estuviste a su lado para consolarlos, compartiste sus grandes penas y sus endebles alegrías hasta hoy cuando la fe los tiene a los tres como invitados de honor a una espléndida cena.
Gracias, Ingrid, por no desfallecer en un camino que muchas mañanas se debe haber antojado inútil, carente de sentido. Llegamos a verte como sosteniendo el aliento para no caer, eras una triste madona de Duccio entre fuegos cruzados, en ratos con la mirada perdida; la mujer vigorosa daba paso a una figura larga y callada, taciturna y ajena, pero al final una madre que se negaba a morir.
Gracias por recordarnos que creer en Dios es acoger mansamente sus designios, aun cuando éstos contravengan nuestros más hondos y legítimos deseos. Son tantas las veces en que nuestra fe como frágil barcaza se hunde al primer revés, nos sentimos traicionados por un padre que no hace lo que nosotros deseamos; renegamos y terminamos por abandonar la embarcación.
Ingrid: Tú has sido un ejemplo de entereza en la desgracia; cada noche habrás recogido los fragmentos de ti misma regados por el suelo, los habrás puesto en orden, y te la habrás pasado uniendo uno con otro con hilos de esperanza, teniendo al firmamento susurrante como única compañía. Hasta llego a pensar que habrás copiado su diseño al hilvanar amorosamente los fragmentos sobre tu regazo.
Ingrid: Hoy sabemos que ninguna lucha debe darse por perdida antes de haber puesto en ella el último de los alientos. Que sólo la muerte puede arrancarnos las alas, pero mientras haya vida habrá que mantenerlas en constante movimiento.
Hoy me miro en el espejo de tus últimos seis años y me siento muy pequeña; pequeña en esos contratiempos cotidianos que me irritan; pequeña en esos fracasos personales que por un momento llaman al abatimiento; pequeña en esa fe con la cual quiero absurdamente condicionar a Dios. Hoy me has demostrado que llevamos dentro capacidades desconocidas, y que hasta haber exprimido la última gota de nuestro ser no podemos emprender la retirada.
De ti he aprendido hoy que los amigos en una misma desgracia son como hermanos, que la solidaridad de esas horas de dolor forma lazos indisolubles para toda la vida. A partir de este conocimiento amaré mis horas de dolor compartido como un semillero de hermanos nuevos.
Ingrid: El mundo no es el mismo a partir de ahora, tu fe inquebrantable lo ha cambiado. ¡Gracias por tu vida!
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