La figura de la muerte siempre ha estado profundamente ligada al mexicano, desde tiempos prehispánicos diversos elementos han representado el paso último del hombre hacia el mundo de los muertos, en un trance que sigue siendo igual de misterioso ahora que entonces. Estas fechas de noviembre cuando exaltamos la muerte de manera festiva entre el colorido cegador del zempasúchitl y las figuras en papel picado, es un buen momento para mirarnos en el espejo, medir nuestro propio avance y verificar el camino.
Uno de los poetas más importantes del mundo náhuatl Ayocuan Cuetzapaltzin, mejor conocido como el sabio “águila blanca” de Tecamachalco, se refería a este mundo como “la región del momento fugaz”, y es en sus diversos poemas como deja plasmadas sus inquietudes frente a la muerte:
“¿Sólo así he de irme, como las flores que perecieron?/ ¿Nada quedará en mi nombre?/ ¿Nada de fama aquí en la Tierra?/ ¡Al menos flores, al menos cantos!”...
A través de su dolor el poeta nos revela su absoluta convicción de un mundo más allá del plano terrenal, el viaje que quien moría emprendería según sus méritos en esta vida, hacia una dimensión poblada por los dioses.
Dos de noviembre, Día de Muertos: Las familias se preparan para asistir a los camposantos para honrar la memoria de sus seres queridos; es una ceremonia en torno a la muerte en donde paradójicamente, campean la alegría y el canto en formas mágicas que sólo nuestro pueblo logra hacer suyas con la mayor naturalidad. Hoy en particular se pone de manifiesto esa dialéctica del pensamiento popular, y la muerte se vuelve agridulce, como La Catrina de Posada, el Juan Tenorio de Zorrilla en su versión cómica, o las calaveritas de azúcar que degustan los niños mexiquenses. Tezcatlipoca, el dios del cielo nocturno se pasea entre copal y cirios encendidos como amo y señor.
En este milenio la figura de la muerte ocupa un lugar importante en el pensamiento del mexicano; la desazón espiritual de nuestro pueblo cuando considera que la Virgen de Guadalupe o San Judas Tadeo no han dado una respuesta mágica a sus urgentes peticiones, lo lleva a volcarse en favor de la Santa Muerte también conocida como “Niña Blanca” quien sí parece dispuesta a proporcionar los remedios mágicos que el pueblo demanda. En un sincretismo muy particular los adeptos a la Santa Muerte piden permiso a Dios para orar a la Niña Blanca y hacer sus peticiones.
Por otra parte el tercer milenio sorprende a nuestro país con una expansión fuera de toda proporción de los fenómenos como consumo de drogas, narcotráfico y delincuencia organizada, al grado de volvernos a los ciudadanos rehenes dentro de nuestro propio suelo. La muerte se hace presente de manera dolorosa en los encabezados de diversos órganos escritos, se cuela en editoriales y crónicas; se constituye como compañera de jóvenes alcoholizados cuya imprudencia los convierte en estadística. Circulan leyendas urbanas que se crean y recrean, hablan de las sinrazones del matar o morir, lo que nos lleva a sentirnos en un tris de perder la vida en cada esquina.
Probablemente nos hemos ido acostumbrando a este fenómeno que sobreviene al término de la vida humana, tanto enterarnos sobre la muerte de muchos nos ha creado cierta tolerancia, ya no fácilmente nos sobrecoge una fotografía o una cruenta reseña. Por otra parte, sin embargo, me atrevo a suponer que hoy más que nunca el concepto de la muerte propia o cercana nos sorprende con las baterías bajas, sin un sustento espiritual poderoso que nos permita asumirla como un paso más en el proceso de trascender nuestra condición humana. Un trance para el cual debemos prepararnos desde ahora, viviendo a fondo cada uno de nuestros días, ese “momento fugaz” al que se refería el sabio “águila blanca”, un tiempo que se nos ha prestado para crearnos una historia, una morada cósmica, y una razón para trascender.
Hoy cuando vayamos a los camposantos observemos qué elementos son los que reúnen a familiares y a amigos en torno al ser querido cuyo paso se adelantó; tratemos de adivinar el modo como ese ser humano construyó caminos y legados para quienes hoy acuden a honrar su memoria. Cuando volvamos a casa asomémonos al espejo para descubrir si lo que hemos vivido hasta hoy nos conduce a esperar una muerte en canto, y por último preguntémonos qué desearíamos que estuviera ocurriendo en torno a nuestra tumba cualquier dos de noviembre después de que hayamos muerto, qué estarían hablando nuestros seres queridos mientras nos evocan.
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