Tuve la oportunidad de asistir en la ciudad de Monterrey al XXX Congreso Nacional de Pediatría; ocasiones como ésta permiten actualizar los conocimientos teóricos con las últimas novedades que se han desarrollado en diversos países. Poder escuchar de viva voz el mensaje de personajes de talla internacional como es el caso del Dr. Chok Wan Chan presidente de la Pediatric Internacional Association es un privilegio que lleva implícito el compromiso de emprender acciones en favor de la niñez mexicana. Particularmente me quedo con un mensaje muy claro que de alguna manera ha aparecido como telón de fondo en gran parte de las pláticas: Es urgente la necesidad de adoptar un modelo humanista de la Pediatría, un llamado en este caso al personal médico y paramédico que atiende niños, para revisar nuestras prioridades y comenzar a ver a nuestro paciente con otra óptica, como un individuo con derechos, aspiraciones y necesidades muy particulares, cuya satisfacción nos toca dar a todos y cada uno de nosotros, los adultos que lo rodeamos.
Antes de sentarme a escribir esta colaboración termino de escuchar la disertación de un pediatra yucateco, el Dr. Roberto Díaz y Díaz cuyo mensaje es claro y contundente, el tiempo se va y no vuelve, y lo que hoy no hagamos por nuestros niños lo vamos a lamentar después. Hay en ellos necesidades de primer orden que muchas veces subestimamos porque andamos en otra sintonía. Con toda seguridad los amamos, de alguna manera más o menos acertada se los decimos, pero en cuanto a que esos niños sientan nuestro amor, hay mucho por hacer, mucho por abrazar, mucho por demostrar que los aceptamos por el solo hecho de existir. Es urgente que nuestros pequeños se sientan tomados en cuenta, escuchados y atendidos a través de una autoridad firme pero amorosa, tanto si somos padres, maestros o personal de salud. Hay una frase que hizo particular mella en mi persona y que finalmente me trajo al teclado, hablando de maltrato a los niños nos dice el doctor Díaz: “¿Sabes quién es la persona que más puede dañar a tu niño?... Tú, nadie lo puede hacer mejor que tú”.
Estas palabras se quedaron dentro de mi cabeza rebotando y emitiendo mil ecos, evocaron escenas que no por cotidianas dejan de ser terribles: Los padres que se muestran indiferentes al hijo que más parece un apéndice en ratos estorboso del que quisieran deshacerse. Tenemos a los que se valen de los hijos para lograr un objetivo personal suyo; lo que es por desgracia muy común cuando hay diferencias en la pareja. Tenemos al padre o la madre que no duda un minuto en arremeter contra el hijo como si fuera un bien mueble de su propiedad, sin percatarse de la forma como un evento de esta naturaleza llega a marcar a una persona para toda su vida. Sin ir a casos extremos, el simple análisis de nuestro propio hogar quizás, o el de los niños a quienes nos toca atender, dan cuenta de un daño que mina progresivamente la autoestima de un ser humano que nació con el derecho absoluto a una vida feliz y productiva.
Ser médico es emprender la eterna lid contra la enfermedad y la muerte para devolver al ser humano su estado de bienestar. Ser pediatra es contar con el privilegio de asistir muy de cerca el milagro de la vida, pero es a la vez la gran responsabilidad de actuar a la altura de lo que este privilegio nos exige. Lo dijo de un modo magistral el doctor Díaz: “Si Dios te concede un hijo, tiembla por el sagrado depósito que te confiere”.
A todos los cuidadores de los niños nos corresponde estar con ellos cuando enferman pero también cuando están aparentemente sanos; nos toca gozar la música de su risa, pero de igual modo escuchar esos gritos silenciosos que el alma emite como grulla herida.
El pediatra más que cualquiera otro de sus colegas tiene un papel de educador, le corresponde estar atento a las necesidades del pequeño y de su entorno familiar. Está obligado a entender que los aspectos biológicos van de la mano con los mentales y los emocionales, y que no podemos curar unos sin atender a los otros. Nos corresponde actuar partiendo de la premisa de que el afecto es el lienzo sobre el cual el conocimiento logra la oportunidad de ser plasmado; a nosotros como cuidadores de un niño nos toca preparar el lienzo y mostrarle cómo se toma el pincel. Lo demás, esto es, la obra que ese ser humano emprende, viene por añadidura.
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