Ahora son nuestros niños, ahora ellos han de pagar la cuota de sangre que la inseguridad de nuestro país ha impuesto.
Fernando Martí se ha convertido en una bandera que la sociedad enarbola con un “¡Ya basta!”, palabras que emergen cargadas de indignación como lava candente desde las gargantas de cada ciudadano, de cada padre de familia. El cobarde asesinato de este niño puso fin a un secuestro por el cual su familia ya había pagado el costo monetario demandado por los plagiarios, pero sobre todo el costo emocional, ese vivir tiempos sin horas prendidos de una frágil esperanza mientras se aguarda un milagro que finalmente no llega.
El gobierno da el dictamen oficial en el combate a la delincuencia organizada: “Vamos bien”, mientras que en las familias la zozobra se cuela como sombra mortal; roba el sueño de los padres y cimbra el derecho a la felicidad que tienen los hijos. Contamina sus vidas, sus espacios, la posibilidad de un futuro satisfactorio.
Se emprenden diversas acciones por parte del gobierno, se anuncian al gran público bajo el reflejo de las luminarias, de ello no hay duda, el problema es que no las vemos traducidas en resultados que logren tranquilizarnos sino todo lo contrario; tal parece que ante la presión de las autoridades el giro del negocio ilícito va cambiando, antes drogas, ahora vidas humanas.
Las policías se equipan y se entrenan; las policías también se corrompen, muchos elementos venden al mejor postor las habilidades adquiridas. La protección, como todo bien mercantil, tiene su precio; al parecer estamos entrampados preparando potenciales sicarios y extorsionadores.
La delincuencia organizada tiene productores, intermediarios, protectores. Los dineros fluyen en grandes cantidades, cambian de manos, se depositan, se retiran... el sistema tiene muchos cómplices de dichos capitales turbios... Silencios cómplices producto del temor o de la compra de conciencias.
Los secuestradores reciben el juicio de la opinión pública; algunos magistrados son asesinados; otros son amenazados o sobornados... los homicidas apelan a los Derechos Humanos, demandan un trato digno, invocan clemencia... ¿y nuestros niños robados y torturados; nuestros niños muertos y encajuelados?... ¿Quién los defiende a ellos? ¿O es cuestión de llorarlos por un rato y olvidarlos luego? Los derechos de los delincuentes parecen hallarse por encima de los derechos de los ciudadanos, ¿qué hemos hecho de la justicia?
Corrupción: utilización de un bien público para un fin privado; nos hemos ganado la triste fama de que “en México todo se puede”, se arregla cualquier irregularidad, se consigue algún beneficio que por sí mismo no correspondería disfrutar; se atajan caminos; se acortan trámites... Lo vemos hacer y quizás nosotros mismos lo hacemos entre risas, como una travesura de niños. El fenómeno crece, envuelve autoridades, compra conciencias... Se lucra en la ilegalidad.
Como nación anhelamos medir el combate a la delincuencia organizada en resultados, no en intentos desarticulados que generan un clima más violento. Necesitamos aquilatarlo en términos de satisfacción ciudadana, de tranquilidad para cumplir cada cual con sus deberes sin coerción, sin zozobra, sin injusticias.
El deber de los gobiernos es garantizar la seguridad de los ciudadanos; tarea difícil en nuestro país en donde en lugar de una sola corporación policíaca como en Colombia tenemos muchas, lo que dificulta el saneamiento de las mismas.
Vemos que los retenes para buscar armas o drogas se aplican a nosotros, ciudadanos que transitamos en compañía de nuestras familias, en tanto los grandes arsenales siguen llegando del exterior a las propias manos de los delincuentes.
El negocio ilícito genera grandes capitales: ¿Qué se ha hecho para investigar el enriquecimiento inexplicable de ciudadanos y funcionarios?... Hoy en día amasar una fortuna en un corto período de tiempo está fuera del alcance del ciudadano común. Yo pregunto: ¿Se ha agotado acaso la detección de capitales de origen inexplicable?
Basta ya de que los medios de difusión presenten de manera implícita la figura del delincuente como envidiable, de manera que un niño de cuatro años sueñe con ser delincuente cuando sea grande.
¡Ya basta!... ¿Es una batalla perdida contra la delincuencia? ¿O la punta de lanza que comience a llevarnos hacia el México que creyeron legarnos nuestros padres el día en que nacimos?
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