Sorprende, desde la carretera de Jerusalén a Tel Aviv en el pequeño país de Israel, que las montañas estén cubiertas de pinos de todos tamaños. Y digo sorprende porque se supone que estamos en tierras desérticas y los montes son áridos y pedregosos. El guía nos comenta que desde hace más de cuarenta años se siembran pinos, los cuales son regados durante los primeros años con riego por goteo, hasta que crecen lo suficiente para sobrevivir con agua de temporal. Por su parte los valles son verdes por los extensos sembradíos de viña, cítricos, olivos y otros frutales.
Estamos en Israel, un estado que está cumpliendo sesenta años de fundado y en el que es posible ver cómo en tan poco tiempo, sin muchos recursos, no tienen agua, ni petróleo y su tierra es escasa, el país es próspero y rico. Sus habitantes cuentan con educación, salud y trabajo.
Sin embargo, Israel ha vivido desde su fundación un estado de guerra perpetua con los vecinos, particularmente con Palestina, Líbano y Siria. El guía me dice que la razón es porque estos países se resisten a reconocer la existencia del Estado de Israel. El conflicto es quizá demasiado complejo para que una turista común y corriente, en una semana de estadía lo pueda comprender. El caso es que el servicio militar es, desde los 18 años obligatorio para hombres y mujeres y uno puede ver en las calles a jóvenes soldados en parejas de dos, uniformados de verde ejército y armados con fusiles, cuidando la seguridad en los barrios, en especial en la vieja ciudad de Jerusalén. Y además se ve cómo la gente está tan acostumbrada a la presencia de los soldados y a la violencia, que la vida sigue en medio de estos problemas.
Esta es una de las contradicciones que se perciben por estos lares. Aunque habría que pensar que el mundo está lleno de contradicciones. En Jerusalén, por ejemplo la religión está presente en todos lados. En el barrio cristiano, la iglesia del Santo Sepulcro, donde la tradición dice que ahí estuvo el monte Gólgota y fue el lugar de la crucifixión de Jesucristo, las hordas de turismo desfilan lentamente, intentando avanzar para poder tocar la piedra donde se enterró la cruz. En el ambiente está el calor y la humedad, los flashes de las cámaras digitales y de video, las diferentes lenguas que se escuchan, hay turistas rusos, griegos, latinoamericanos, italianos, que lo único que nos une es la creencia de que aquí es realmente el lugar donde murió Jesús.
La vía Dolorosa se recorre entre los numerosos comercios de recuerdos, pañoletas, ropa para los árabes, para los judíos, zapatos, tienda tras tienda el tianguis corre a lo largo de la vía, donde los grupos de turistas tratan de esquivar niños que juegan futbol, o mamás que regresan de las compras con los niños en carriolas, o ancianos musulmanes con sus kaftanes, y mujeres cubiertas con la burka y en medio de todo esto, se van sucediendo las estaciones del Vía Crucis. Aquí fue donde la Verónica limpió el rostro del Señor, aquí donde cayó por primera vez, aquí… y el guía continúa su explicación entre el griterío y el ir y venir interminable de la gente.
Ya estamos en el barrio musulmán, por cierto el más vigilado de los cuatro barrios y también el más descuidado y el recorrido nos lleva por callejuelas llenas de historia, pisando piedras que tienen más de tres mil años o tratando de pensar cómo era aquel monte, en los tiempos de Jesucristo, cuando se encontraba por la parte externa de lo que hoy es la muralla. De pronto, en un callejón nos topamos con una larga línea de turistas, dos arcos de rayos equis y dos guardias que revisan los bolsos. Señal de que ingresaremos al barrio judío y la seguridad se extrema. Pasamos el control y la revisión y salimos a una gran plaza con el Muro de las Lamentaciones en el fondo.
Los hombres oran por el lado izquierdo del muro y las mujeres en el derecho. Algunos lo hacen de pie, otros sentados, todos leyendo las oraciones, en un vaivén continuo, otros insertando papelitos entre las milenarias piedras, con los deseos que se han traído desde muy lejos. Mientras los creyentes de la fe judía rezan, un grupo de soldados de la Fuerza Área se dispone a prestar juramento por haber terminado su servicio militar. La ceremonia está por iniciar, han llegado las familias de los soldados y se mezclan con los turistas que, asombrados, no alcanzamos a entender bien a bien qué va a pasar. Los soldados están con sus mejores galas, se toman fotografías y se felicitan unos a otros. La fiesta inicia.
Vamos ahora al domo de oro, la gran mezquita musulmana de Jerusalén, donde en estos días los musulmanes celebran la fiesta del Ramadán.
Así es Jerusalén, con cuatro barrios llenos de historia, con la historia fuera de sus muros, el monte de los Olivos, el huerto de Getsemaní, el cenáculo, lugares que nos son tan familiares, que nos son tan cercanos y que ahora se hacen realidad. Fuera de las murallas, hay una ciudad moderna y agitada, con el tráfico de carros estancado, edificios altos, centros comerciales, contrastando con lo antiguo de la ciudad vieja.
Pero aunque la vida es ahora otra y el tiempo también, las viejas rencillas que ya desde los tiempos de Jesús existían, continúan y los habitantes de la ciudad se han acostumbrado a vivir con conflictos y violencia. No quisiera que eso nos pasara a nosotros en México, no perdamos la indignación por la inseguridad que ahora nos aqueja y que atenta contra la vida de los ciudadanos responsables.