El paisaje que une las ciudades de Torreón y Gómez Palacio siempre me ha llamado la atención: el puente metálico, las casas sobre los cerros, las fábricas, los expendios de licor. El tránsito entre una ciudad y otra, esta pequeña frontera, tiene su muy peculiar acento estético: al mismo tiempo despejado y atiborrado, polvoso, amplio, con vestigios del pasado como el propio puente y estragos de la modernidad, como el lecho seco del río Nazas. Y enclavado en medio de avenidas y comercios, el centro cultural y el Teatro Alvarado, conjunto cultural que pelea con un entorno urbano particularmente hostil. Detrás de ellos, un poco perdida en un lote baldío, se encuentra la que a mi consideración es la pieza escultórica más afortunada de la Comarca Lagunera: la cafetera de Gómez o mejor dicho, el almacén de agua que se disfrazó de cafetera.
Como muchos referentes urbanos, la cafetera es una ocurrencia de alguien que no es artista, una persona que por x razón decidió que la estructura que almacenaba el agua en lugar del contenedor cilíndrico tradicional tuviera una cafetera y con esta puntada creó una pieza que trastoca su espacio circundante. Torreón y Gómez, como tantas otras ciudades del país sufren la misma tendencia por crear “menumentos”, esculturas, plazas e intervenciones arquitectónicas que derrochan mal gusto y que expresan de manera elocuente el placer por lo kitsch y en el mejor de los casos alcanzan la gloria por el absurdo. Tal es el caso de las esculturas vecinas de la cafetera: la réplica de la torre Eiffel enorme armatoste, cuta justificación no imagino, una bailarina y los caudillos al final del puente, entre otras piezas regadas aquí y allá. De todo lo que he visto lo mejor es la cafetera. Me explico: por su extrañeza, su sentido juguetón, justamente por lo gratuito de su presencia, es que la cafetera es la gran escultura de Gómez Palacio. No fue hecha para impresionar ni apelar a la historia o a los héroes, no conmemora nada, ni habla de tal o cual epopeya política, histórica o militar. Es una cafetera de dos metros de alto sobre una base metálica que se eleva unos cuatro cinco. Nada más. Contenedor de agua abandonado y objeto de cocina a escala gigante. No tiene justificación ni propósito y por ello se vuelve necesario. Al hablar de un anaquel de botellas Marcel Duchamp emplea palabras que bien pueden aplicar a la cafetera: Este anaquel, arrancado de su medio utilitario, ha sido investido con la dignidad solitaria de lo abandonado. Sin valer para nada, ahí está para utilizarlo; dispuesto para nada, está vivo. Vive en el borde de la existencia su propia vida absurda, obstructora. El objeto que estorba: ése es el primer paso del arte. No es de extrañar que sea la actual directora de cultura de Gómez, Patricia Hernández, quien se haya propuesto salvar y darle su espacio a esta pieza. Patricia, antes que funcionaria, es una artista sólida (dibujante e ilustradora) con premios a nivel nacional. En sus obras aparecen trastes que se transforman en seres extraños y juguetones. Quienes la conocemos podemos ver en la cafetera una extensión de su mundo imaginario. Ella reconoce lo mágico espontáneo que se vuelve, de alguna forma, entrañable y necesario. Rescatar la cafetera es uno de los proyectos más interesantes que se han propuesto últimamente. Habla de una estructura única y de la imaginación de quien la contempla. Enhorabuena para Paty y su equipo, que se ponen tareas poco comunes, para una ciudad que tampoco es común, que de hecho, analizada con detenimiento, es verdaderamente surrealista. Gómez Palacio, oasis de los sedientos. Hay mucho más que cerveza en Gómez y está claro que la cultura de esta ciudad aún tiene mucho que aportar al resto de la región. Por lo pronto, va un abrazo para los defensores de la inefable cafetera.
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