Al perro flaco todo son pulgas, dicen por ahí. A los sobresaltos del corazón se sumó una aparatosa mudanza con montones de cajas de libros. En el transcurso del movimiento se me descompuso el cuadril (¿Quién dice que la cultura no pesa?) y ahora cada que me agacho me quejo como El Tata. Para redondear el cambio decidí comprar un auto a la medida de mis posibilidades. Estrené zapatito negro, con el que, por unos días, circulé feliz. Pero las pulgas venían en batallón.
Algún vivo se hizo de mi tarjeta de banco y vació mi cuenta. El registro bancario es elocuente: hizo el súper como tres veces, le compró zapatos a sus doce chilpayates, dos que tres vestidos a su mujer y al final del día le dio hambre y se atrancó en una taquería. Entre el robo y la mudanza las neuronas hicieron break dance y me vino una migraña con fiebre. Amanecí con unas ronchas marca Alien, dolores bomba y ojos hinchados. Fui al médico para ver si no me estaba convirtiendo en mandrágora y el galeno me indicó que la piel había reaccionado a un exceso de stress y por eso parecía rábano con patas. A pedir prestado para medicinas.
En este punto pensé que sólo me faltaría cantar bonito para aventarme la tercera parte del rincón cerca del cielo, porque esto de enfermo y pobre tiene mucho de Pedro Infante. Ah, la época oro del cine. Ayer, el cierre dorado: circuló por la noche en las inmediaciones del Tajito, a velocidad senectud, como suelo hacerlo, cuando veo un rostro estampado en el vidrio de mi lado. “Demasiado cerca para un saludo” díjeme yo. Aparatoso golpe: un ciclista salido de la nada se embarró contra el zapatito nuevo. Apenas salí del azoro cuando el ciclista recuperó la forma y se dio a la fuga. No murió nadie, nomás fue el susto. Y un muy notorio rayón en la puerta del conductor.
Ser proletario, sacar un auto a pagos y luego ver que te lo rayen es una sensación inenarrable: no hay sacrilegio mayor, se rasgan las ropas de lo divino y uno mienta madres al cosmos mientras la cámara se aleja y poco a poco uno queda como punto en la inmensidad y grito que lo abarca todo. Demasiado. Pero ay de aquél que crea que el arte no sirve como medicina. Hoy, este párrafo de Julio Cortázar me levanta el ánimo: “Cuando los Cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los Cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: “La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad”. Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los Cronopios”.
En el mundo de Cortázar los Famas, son formales y ordenados, mientras que los Cronopios son marginales y desastrosos. También están las esperanzas, seres grises e inamovibles. Todo esto viene en un libro que recomiendo ampliamente (está, de hecho, publicado en Internet): “Historias de Cronopios y Famas”. La moraleja final del Cronopio reside en el arte de perder con alegría, no sin cierta nostalgia y sabiendo, en el fondo, que con todo lo gris, probablemente éste es el mejor de los escenarios. He sido Cronopio, al menos por una semana. No hay problema: al final, hay quien restañe mis heridas y escuche con renovado entusiasmo mis siempre repetitivos chistes. Con eso tengo. Digo, estas cosas, les ocurren a todos.
PARPADEO FINAL
Hombre pero confesional y desgarradora columna la de hoy. Pero el consuelo mayor, como siempre, lo brinda el fútbol, las Águilas del América, mis desplumados amigos, están en el fondo de la tabla. Jo, jo, jo, me muero de pena. Termino con mayúsculas y lo amerita: JAJAJAJAJAJAJA y un infinito etcétera...
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