Pedagogo, más por su consumo de alcohol que por su labor educativa, el tío Guillermo bebe como un cosaco desde hace décadas. Su lema es también justificación y declaración de principios: “me gusta el ambiente de cantina”. Ante el horror de mi padre, que entregó una vida (y buena parte de su presupuesto) para alejarme del mundo del tío Guillermo, fue justamente el arte, mi vocación profesional, la que eventualmente, me llevó a los corredores cantineros. Estudiando en la Academia de San Carlos aprendí que las cantinas eran sucursal del aula y que las ideas se defendían en encarnizados agarrones frente a un escuadrón de cervezas heladas. El porqué buena parte del gremio artístico gusta de los arrabales puede responder a varias causas, entre ellas, naturalmente, la muy necesaria pose decadentista. Hay creadores más sensatos que gustan de bares más sofisticados y finos donde pueden departir con arquitectos, diseñadores y demás gente que usa computadoras Apple. Por mi parte nunca me he sentido a mis anchas (maravillosa expresión) en los bares de moda, en buena medida al ineludible ritual de cortejo de chicas, para el que me siento perfectamente incapacitado. La cantina ofrece para mí un hábitat más digerible, se puede estar sentado (el baile y mis consabidos descalabros dancísticos se omiten) y puedo navegar en los mares que más me gustan: los de la palabra, donde se alterna la alta filosofía con el más elemental chiste de flatulencias. No sé cuánto tiempo he pasado en tal o cual cantina, teorizando por horas cosas de las que, en general, ya no me acuerdo. Aunque de vez en cuando salen joyas de conversación que no se olvidan nunca. Para llegar al príncipe se besan muchos sapos: no todas las cantinas tienen la magia, el “eso” que las vuelve hogar y templo. Es un encuentro caprichoso. La cantina lo adopta a uno y ahí, en las mesas sebosas surgen nuevos proyectos y el propio local se vuelve un amor más. En Torreón hice del bar Cantábrico mi casa, oficina y consultorio. El día que lo cerraron yo fui uno más entre los muchos pintores, fotógrafos literatos y banda culturosa que derramó una lágrima por aquellas noches de gloriosa ingesta de cebada, donde las neuronas danzaban en medio de un mágico trance que hacía que las palabras volaran enloquecidas de un tema a otro. De hecho, la primera crónica del ojo, escrita hace ya casi tres años, reseñaba una verbena cultural cantinera que iluminó el Cantábrico. Pero esos tiempos ya fueron. Hace unos días me enteré que el nivel, la cantina de la esquina de Palacio Nacional (la más antigua de México) extensión espiritual de la Academia de San Carlos, había cerrado. Es uno de esos sucesos en verdad tristes en el arte mexicano. Ésa fue mi casa y la de varios miles más a lo largo de las décadas. Ahí mora el recuerdo de los amigos vivos y algún otro que se adelantó ya. Una verdadera lástima. Si hubo un cantina que en su pluralidad condensó la magia de la capital fue el nivel: oficinistas, artistas, turistas y de remate alguno que otro azteca de los que bailan frente a Catedral. Fue un privilegio haber pisteado y debatido en el nivel. Supongo que se abrirá otro, pero la magia será difícil recuperarla. Desde Torreón va el abrazo para quienes cataron la vibra del nivel. Mi bandera está a media asta. Se perdió otro hospicio de artistas. Es una lástima y me duele, porque después de todo, me gusta el ambiente de cantina.
PARPADEO FINAL
Don Julio Gaviño me aclara que la mágica cafetera gigante de Gómez fue en algún tiempo el emblema de la tostadora gomezpalatina de café, conocida como “La Jarrita” . Todo tiene su historia y parte del rescate de este inverosímil objeto, es conocer de dónde viene. Gracias don Julio por el dato. Y un abrazo para todos.
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