La semana pasada consagré esta columna al análisis manoseado caso de Hugo Sánchez. Me rasgué las vestiduras hablando de la chilena y el descalabro de Hugol usando mis más selectas armas retóricas. Pero aún así he recibido correos electrónicos que me califican como genuino nacazo por desviar este cultural espacio hacia los terrenos del fútbol. ¿Naco yo? Pos sí: digo, no es gripa. Uno trata de untarse los santos óleos del arte para disimular el estado proto mandril pero a veces es imposible. Soy un chilango puesto al asador en las calles de Torreón. (El otro extremo del Englishman in New York que cantaba Sting). En fin. Esta semana, atormentado por mi naquez decidí buscar un consuelo en mi (según yo, desmedida) capacidad intelectual. Naco pero no tarugo, díjeme. Presenté algunos tests en Internet cuyo resultado no revelaré. Digo, o de a tiro no doy una o esos tests son un fraude. No sé.
Me fui a la definición misma de inteligencia y para mi sorpresa encontré varias. No hay todavía un acuerdo al respecto. En general se le considera como “una actividad mental relacionada con el pensamiento abstracto y la resolución de problemas”. Ser inteligente es hereditario y ambiental. Se puede ser hijo de tipos muy vivos, pero si la sociedad no proporciona el caldo de cultivo, pues uno, cual maceta, no sale del corredor.
En este sentido los tests miden la habilidad intelectual pero suelen dejar fuera otros terrenos donde la inteligencia se manifiesta (como las relaciones humanas). Muy en boga está el concepto de inteligencia emocional, respuesta a la tendencia estadística y lógica para medir el coeficiente intelectual. En este sentido un hombre con una lógica muy avanzada puede no ser superior a un hombre menos hábil pero con un mayor sentido práctico en materias humanas. La infelicidad merodea al intelectual mientras el silvestre pasea a gusto. Lo dijo Cioran: “el creyente es feliz, el que duda es sabio”. Así que darle muchas vueltas al asunto puede llevarnos a la sabiduría por el camino del dolor, en tanto que otros grandes filósofos, como Rigoberto Tovar encuentran en sencillas teorías la llave de la felicidad: “naco es chido”, dijo Rigo y pa’qué hacerse bolas, si es la mera verdad.
En cuanto a la inteligencia, analizada exhaustivamente, cercada por múltiples teorías, queda, para mí, al menos un punto de acuerdo: el inteligente inventa y equilibra, crea armonías, trabaja, como los músicos, con sonoridades simultáneas. En palabras, actos, construcciones, la mente ordena y emula, en cierto modo, el fluir de la naturaleza. La armonía (como la música de las esferas de Pitágoras) se ubica con el fluir cíclico del mundo y está relacionada con una categoría estética: la belleza. Si la inteligencia es una herramienta para sobrevivir ¿No sería razonable pensar que la belleza y la armonía están justo en el centro de este vital proceso? Considerando este factor, valdría la pena ahondar en el estudio del enlace entre inteligencia y armonía como base para una experiencia totalizadora de la existencia.
Porque, después de todo y citando a Luis Rius, “no se puede vivir como si la belleza no existiera”. Dependiendo del contexto. La inteligencia buscará su jardín en una sinfonía, en la ciencia, en un poema o en una chilena de Hugo. De Maradona a Mozart, del naco al fino, la inteligencia es la única redención, el puerto de llegada del verdadero ser humano.
PARPADEO FINAL
Es Sodoma y Gomorra: Los gatos copulan toda la noche trepados en un enorme árbol de limón justo a un lado de mi habitación. Noches de soledad donde el barullo cachondo y pesadillesco de los felinos se interrumpe por la ocasional caída de los limones. El caso es que llueve pasión y limonazos y aquí su menso sigue sin dormir. Pero es que no hallo refugio en ningún lado, de a tiro.
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