No seré yo quien juzgue el buen o mal gusto arquitectónico. Siempre he vivido en covachas de renta y tampoco soy un gran diseñador de interiores, la sofisticación no es mi fuerte. Lo más valioso entre mis posesiones son mis libros, que son un chorro, pesan un demonial y dejo botados por todas partes. Alguien como yo sólo necesita algunas repisitas para vivir. Mis muebles no son de diseñador, más bien son objetos huérfanos, sillas y mesas que he rescatado de los tianguis de segunda mano. Digamos que soy un anticuario de bajo presupuesto. En suma, todo esto me descalifica para evaluar modas y tendencias, pero bueno, meteré mi cucharón en el asunto de la narco mansión del desierto de los leones, que tanto revuelo ha causado: si (y con esto descubro el hilo negro) esa casa es una verdadera nacada, y esto dicho por su servilleta que es, a su vez, un genuino naco. Los “finos” acabados de madera, los labrados de piedra, la garigoleada entrada, los detalles y ornamentos hablan de exceso. Los noticieros se regodean pasando las imágenes del jacuzzi (con todo y tangas tiradas) la piscina subterránea y el área de baile. Mención aparte merecen los animales exóticos que los narcos poseían. Un chimpancé a la entrada y una sección de felinos (si de verdad quisieran fieras salvajes habrían puesto en cautiverio a más de un político). No es la primera ni la última casa ostentosa de narcos. El mal gusto de los narcos no es más que una extensión visual y arquitectónica de la violencia que marca sus vidas en Colombia tanto como en México existen múltiples ejemplos de narco arquitectura, donde es difícil concebir hasta qué punto descabellado puede llegar la ostentación. Los zoológicos privados son un lugar común (Escobar escondía droga en el excremento seco de sus elefantes particulares). Un estilo de vida de lujos y muerte que la sociedad reprueba pero que secretamente envidia y de ahí la fascinación popular por estos villanos. No todos cruzan la línea de la legalidad, no todos pierden el respeto por la vida del prójimo, pero quienes lo hacen entran en un mundo donde la riqueza y la degradación parecen ir de la mano. El juicio moral será desfavorable, pero las vidas de los truhanes son buen material de novela. El mundo del narco está imbuido en la agresión, un sentimiento complejo que implica tanto atropello como obtención de placer: quien agrede descarga y sublima conflictos internos. La violencia y los excesos del narco ya son míticos, la imagen del traficante lleno de cadenas de oro y viviendo en palacetes de pésimo gusto ya está incrustada en el imaginario colectivo. A ésta se suma la imagen del político y el policía corrupto y así se completa la galería del terror que también es una fábrica de anécdotas. La identidad de esta nación se construye con la memoria de los malos tanto como de los buenos. Ya lo señala J.P. Faye: “cada sociedad nace a sus propios ojos en momento en que se da la narración de su violencia”. En la vida de los traficantes, en su proceder al margen de la autoridad, en sus fiestas sin límites, también se refleja una parte del ser dionisíaco, que no conoce de reglas. Todos tenemos un poco de esta vocación egoísta y hedonista, pero, afortunadamente, impera la razón. Los pocos que rompen el tejido social jamás podrán competir con el deseo de paz de la mayoría. Queda pues al menos la anécdota de esta narco mansión, un testimonio más en una historia de violencia que parece no tener fin.
PARPADEO FINAL
Cumplí la edad de Cristo y a falta de cruz me rapé, así que ya soy un tardío pelón de hospicio. En fin. Cierro esta crónica recomendando que se pongan al tiro, que ya viene el festival de las artes de Coahuila y ahora sí, habrá cultura para aventar pa arriba. Chequen sus carteleras pues.
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