Ya ganó el Santos, pasó la fiebre. Ya se acabó el borlote, las porras y los vítores. Bailamos lo que tuvimos que bailar, les hicimos valla a los jugadores benditos quienes aprovecharon la fiebre del futbol para desatar sus fuegos personales (la pasión unida al gol). Por unos días la cheve supo más rica, las chicas estuvieron de mejor humor y hasta el sol se hizo soportable. Pero ya se acabó. Lo dijo Serrat hace muchos años: “Y con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”. Y es que todos necesitamos de la épica para vivir. Tenemos, en lo cotidiano, nuestros dramas chiquitos y grandotes. El drama, afortunadamente, en la mayoría de los casos, es asunto personal. Más sabrosa resulta la lírica, que nos obliga a emplear alegorías y metáforas para poder darle forma a nuestros afectos más íntimos. Pero la épica, ese género de héroes, es indispensable. Y es que ser ciudadano lagunero, bajo este sol desgraciado, es desgastante. Uno quiere ser más. Pero la ciudad es joven y el desierto inclemente. No tenemos epopeyas antiguas ni tradiciones milenarias. No tenemos colgada en la pared, como dijo León Felipe, la foto del abuelo, el general lleno de estrellas con uniforme y sable. Pero eso no hace de Torreón una tierra sin raíz. No tiene una, tiene muchas y muy distintas, tan opuestas que sólo en la épica colectiva se pueden encontrar. La épica describe los avatares y triunfos de los otros, los héroes, que también somos nosotros. Ellos ganan y ahí vamos todos, en el carro de los campeones. La celebración colectiva es eco de aquellos triunfos personales: uno anota gol (en cualquier ámbito de la vida), se hace la pachanga y al día siguiente amanece igual que siempre. Después de la fiesta es cuando uno se encuentra a sí mismo. Termina, el éxtasis, uno regresa a casa y las cosas siguen ahí. ¿Mejor o peor? No sé. En el caso de Torreón, digamos que igual. Afortunado aquél, dijo Confucio, que vive tiempos aburridos. No todos los días se puede ganar. No todos los días puede haber fiesta. La celebración es el contraste necesario para activar la existencia cotidiana, que suele ser aburrida. Uno se levanta, va al trabajo y hace sus labores cotidianas. Las horas son largas y, paradójicamente, los días son cortos. Pero la rutina puede ser pesada. Creo que es afortunado aquél que sabe vivir aburrido. Es decir, aquél que construye de a poco sus momentos de gloria. El trabajo diario, aunque muchos optimistas quieran ver en él un hito, suele ser más aburrido que chuparse un clavo. Y me doy cuenta que la gente equilibrada puede vivir con ese devenir lento de la vida y que al reservarse para las grandes fiestas, hace de ellas una epopeya. Aprendamos a aburrirnos. Hoy regreso de viaje y me encuentro mi casa inundada (se rompió la tubería). Mi estudio era una alberca. Tremendo despapaye para sacar agua, limpiar el lodo, rescatar lo rescatable. Trapeador y escoba en mano, con el trajín de los plomeros, diría que esto es todo menos aburrido. Pero los momentos de coraje, como éste, tanto como los instantes de placer (siempre tan cortos) son efímeros. Queda el fluir de los días. Cuando hay soledad anhelamos la fiesta, pero en medio del jaleo, a veces imploramos soledad. Supongo que en este ir y venir de rutinas, guerras y eventuales carnavales puede resultar una buena estrategia el asumir el aburrimiento, el saber estar, así, como el chinito, nomás milando. Que los temblores vendrán solos y hay que estar preparados para recibirlos.
PARPADEO FINAL
Hice un viaje relámpago a la capital. Me acordé de lo que es el frío, yo, proletario, que se rifa el verano lagunero a puro ventilador. También vi que el tráfico es cada vez más criminal en chilangolandia. Entre quedar atrapado en el segundo piso a rostizado en la Colón, por escaso margen, prefiero lo segundo. BenditoTorreón.
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