Por aquellos años, Ernesto Morales nos empezó a llamar “sapos” a todos. “Quehúbole sapo” saludaba cordial. “¿Y por qué sapo?” cuestionaba uno. Morales respondía con fresca resignación “porque todos somos unos sapos”. Muy cierto. Una característica patente del grupo de amigos de entonces era (ahem, es) ser poco agraciado. Podíamos sentirnos orgullosos de nuestras profesiones: artistas, escritores, músicos, gente de ciencia. Pero al reunirnos salían también a relucir barrigas, dientes chuecos, narices retorcidas, orejas de chicharrón, exceso de pelos (neandertales urbanos) o calvas prematuras. Y es que de entonces a la fecha parece que para ser mi amigo es requisito estar feo. No tengo cuates caritas. ¿Será que en la colectividad los renglones torcidos nos apoyamos en esta lucha perdida? La naturaleza funciona por contraste o la suerte de perro existe, pero la cuestión es que en general, los feos amigos solemos tener novias bonitas: guapas incautas que mareamos con discursos eternos o de plano, recurriendo a la treta perfecta del feo, doblegábamos su voluntad apelando a su conmiseración. Morales, consumado diplomático, se encargaba de poner las cosas en su sitio. En un correo electrónico que le mandó a mi novia tuvo a bien prevenirla: “no te ilusiones. Por más besos que le des no se va a convertir en príncipe. Ese ya nació sapo”. No siempre fue así: cuando era pequeño, las cosas pintaban distinto. Era un niño fino e introvertido.
Había perspectivas de galán taciturno de actitud crepuscular y ojos vagos y seductores. La manga que: desde los ocho años todo se ha venido cuesta abajo y va de Guatemala a guatepeor. Pero la dignidad se mantiene. Belleza y fealdad, bien sabemos, pueden ser términos relativos. Al desequilibrio físico puede servir de contrapeso alguna virtud (la palabra, el humor) que vuelva todo a su sitio. Sabemos que, cuando el cuerpo es demolido por el tiempo, la belleza del alma y la mente imperan. Lo malo son las medias tintas. Bendito el feo que se opone a la belleza de forma evidente, por el sólo hecho de existir, el feo que es una categoría en sí mismo. Por eso hoy lamento la muerte de Miguel Galván, la tartamuda, feo por autonomasia en el mundo acartonado de la belleza esquematizada y detergentosa del mundo Televisa. Cuando lo topaba en el zapping de los canales me parecía patente su talento. Lo hallé en los pasillos de un aeropuerto y vi que, efectivamente, estaba bien feo. Pero las notas periodísticas hablan de un hombre discreto, de buen carácter, algo meláncolico, muy inteligente. Eso, señores, es ser feo como Dios manda. El feo con gracia enseña que la mente brillante no sabe de categorías. Un ser humano sensible apreciará la grieta tanto como la superficie limpia. Entenderá que la proporción y su contrario son parte de un equilibrio. Más aún, como lo saben los grandes artistas visuales, no existen los rostros feos pues en cada piel inmaculada o arruga hay una historia única, que merece ser contada. Lo feo y lo bello son categorías inabarcables, ricas en matices, cambiantes, suspendidas ambas en un hilo de tiempo, pasajeras y por lo tanto, a su manera, trágicas. Se fue la tartamuda, un sapo verdadero, un señor sapo. Queda su ejemplo para los que, feos moderados, vemos día a día cómo el tiempo nos arrastra gloriosamente a la esquina de los feos radicales. Es una suerte este descenso: ser feo es un ejercicio de ingenio, porque el feo señorial siempre sabrá ostentar su apariencia con una sonrisa.
PARPADEO FINAL
Ya estuvo. La próxima columna rebosará lascivia y libertinaje. Y es que los gatos del barrio, no paran. Toda la noche escucho pornografía gatuna. Es hora de hacer un homenaje a estos atletas del placer. Será para el próximo jueves. Mientras tanto, un abrazo a todos, nos leemos luego.
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