Arcano arte de sumarse a los cocos. Qué clase de gusano sería uno si no se integrara a la bola que reparte manazos. Por eso, desde esta muy humilde trinchera me uno al zafarrancho y abjuro de Hugo Sánchez. La salida de Hugo, en vista del espacio que le han concedido los medios puede equipararse con un golpe de estado. Y es que el director técnico de la Selección ocupa, en los desvelos de muchos compatriotas, un lugar tanto o más preponderante que el del presidente. Recuerdo la solemne rueda de prensa cuando La Volpe anunció los nombres de los seleccionados para Alemania. El peso formal del anuncio tuvo matices de trascendencia que no se alcanzan ni anunciando una nueva constitución. Así de seria se pone esta babosada del fútbol.
Pero no tarda uno en despotricar sobre lo banal del pelotazo cuando surge la defensa cancerbera de Eduardo Galeano que dice contundente: “de las cosas menos importantes en la vida la más importante es el fútbol”. Irrefutable. Lo que es de verdad importante, aquéllos que sí nos fastidian la vida, que juegan su partido desde San Lázaro resultan lastimeros: los políticos, el mal necesario encarnado, no dan motivos de gozo y si llenan las arcas de pena. Por eso uno sigue hipnotizado con la trayectoria del balón, grita gol en tremendo orgasmo colectivo y cuando llega la derrota se desbordan las horas tergiversando teorías en el tiempo del hubiera.
Para los que fuimos niños en los setenta y ochenta, Hugo Sánchez es la primera referencia de teoría estética y orgullo cívico. Si la estética, según el diccionario es la “teoría filosófica de la belleza formal y del sentimiento que ésta despierta en el ser humano” (órale) entonces la chilena de Hugo, resulta, para un enano de seis años, una ilustración de la trascendencia misma. Uno quería ser como Hugo, caramba y no faltó el costalazo de recreo al tratar de imitar su pirueta. Luego, resulta que Hugo va a España y se tupe a los gachupines, esos que, acorde a los libros de texto que uno leía en aquel entonces eran barbados maleantes blancos que acabaron con el México mágico que sacaba corazones y cercenaba orejas. Malos muy malos que ahora sufrían mientras un azteca les horadaba la portería. Orgullo nacional, caracho. Pero pronto el azteca empezó a sesear más que Hernán Cortés y la cosa se puso medio rara. El azoro infantil es profundo cuando uno progresivamente se da cuenta que su ídolo es más pesado que Raúl Vale. Que ni anunciar pasta dental ni remedios para los hongos de las patas lo hacía más simpático.
“Pero a Hugo todo se le perdona, por ser Hugo”. Decían por ahí. Y así parecía, en la racha ganadora del Pumas, cuando Hugo, cual Moisés en Ciudad Universitaria, abría de par en par las aguas entre Goyas atronadoras. Pero el motivador no fue estratega, el icono resultó más grande que el hombre y la leyenda no tuvo el tamaño para construir esa caprichosa estructura de disciplina y actitud que le llaman equipo. Si la autoestima de Hugo se rompiera en cien millones a todos nos tocaría un poquito. Ojalá este revés regrese el hombre al cascarón de mito. Porque aquella imagen (la chilena gloriosa) que iluminó las fantasías infantiles de toda una generación se puede convertir en el triste apéndice de una historia donde el héroe no quiere regresar al piso hasta que lo regresan con el cóccix por delante. Ahí está Hugo: tenga pa’que aprenda. Y si aprende la lección, entonces es posible que el ex ídolo nos siga enseñando algún nuevo truco.
PARPADEO FINAL
En los múltiples domicilios que he ocupado en Torreón he tenido plagas de moyotes, de cucarachas y de niños ruidosos. Ahora me mudé a un barrio donde legiones de gatos arman sonoras orgías felinas a la luz de la luna. Se la pasan bomba los mendigos y no dejan dormir. Uno no gana pa’corajes. Si esta columna se pone cachonda en un futuro, culpen a los gatos. Va pues el abrazo y hasta la próxima semana.
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