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Cuarenta años (casi) en tinieblas

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Como habíamos previsto, el cuarenta aniversario del movimiento estudiantil de 1968 y su sangriento final ha traído su cauda de conmemoraciones, discursos por parte de gente que desde entonces ha medrado políticamente con el asunto, y encendidas exigencias de que, ahora sí, se haga justicia. Pero ni una sola pieza de evidencia nueva, ni una sola investigación seria que exponga de manera lógica, clara y sistemática la cadena de acontecimientos que condujo a esa herida aún no cicatrizada del México contemporáneo.

“¿Contemporáneo?”, dirán algunos. Apuesto a que al menos la mitad de mis lectores ni siquiera había nacido en aquella remota fecha. Y no es que me precie de tener puros jovenazos por público. Es simple cuestión estadística: algo así como el 60% de los mexicanos que hay en este planeta vino a este Valle de Lágrimas después de ocurridos aquellos acontecimientos. Para mucha gente en este país, lo de Tlatelolco le parece tan remoto como los campanazos de Dolores o la toma de Zacatecas. En rápida encuesta realizada a mano alzada, más de la mitad de mis alumnos de preparatoria (nacidos entre 1990 y 1992) no tenía la más remota idea de que algo importante hubiera ocurrido en esos años sin tele a colores, Internet ni teléfonos celulares; para ellos, eso es la prehistoria.

Los que justifican su necedad ideológica y su muy prolongada estancia en el presupuesto gubernamental, sindical-universitario o partidista por el solo hecho de haber participado en aquellos días, ésos pueden poner el grito en el cielo, pero no pueden negar la realidad: el tema se volvió viejo. Tlatelolco sí se olvida, y por una razón muy sencilla: que al perpetuar los mitos y no investigar la realidad, al aferrarse a sus prejuicios y manera de ver las cosas, han cubierto con una niebla de palabrería y leyendas aquellos acontecimientos; y han colaborado activamente a que sigamos sin saber qué rayos pasó. Históricamente. En base a hechos y datos duros, no a consignas y proclamas. Y, seamos francos, cualquiera se cansa de oír siempre lo mismo, y de que esas eternas peroratas estén exentas de cualquier fundamento racional y comprobable.

El colmo es que seguimos sin saber la respuesta a algunas preguntas clave, cuya importancia es vital para entender qué ocurrió y cerrar finalmente ese capítulo de la historia. ¿Qué papel jugó la paranoia de Díaz Ordaz, quien creía que el movimiento se trataba sin duda (¿y por qué sin duda? ¿Qué información recibía, y de dónde?) de una conjura comunista? ¿Cuánto lo cilindreó el Secretario de Gobernación, el psicótico Luis Echeverría? ¿Qué importancia real tuvieron para la masa de estudiantes pachangueros las inacabables, insufribles reuniones del Consejo Nacional de Huelga? ¿Qué tan popular fue el movimiento entre la clase baja y media, la que se supone debía nutrirlo? Si la Manifestación del Silencio (13 de septiembre) reunió 300,000 personas, ¿por qué en Tlatelolco no había sino 10,000 menos de tres semanas después? ¿Temor a la represión, psicosis colectiva, simple cansancio ante un movimiento que no parecía llegar a ninguna parte? ¿Quién era el responsable directo de la operación en el terreno del Batallón Olimpia? Lo más importante, ¿quién dispuso los francotiradores (NO del Batallón Olimpia, NO de los estudiantes) que dispararon sobre la multitud y el Ejército? Porque creo que sobre esto no hay ya ninguna duda: según la información sólida que se ha venido recabando a lo largo de décadas, lo que informaron los altos mandos castrenses desde un principio es verdadero: los soldados fueron recibidos a balazos, reaccionaron y muchos civiles murieron en el fuego cruzado. El criminal fue quien ordenó y/o dirigió la operación de esos francotiradores. A diez días de las Olimpiadas, ¿un presidente ordena disparar sobre civiles en el centro de la capital, con cientos de corresponsales extranjeros como testigos? ¿Alguien sigue creyendo semejante tontería? Claro que es más fácil aferrarse al mito del Ejército pretoriano masacrando inocentes. Y así justificar quién sabe cuántas barbaridades de grupos que se dicen reprimidos hasta cuando la gente los ve feo por andar cerrando carreteras y bloqueando avenidas… sin que las autoridades muevan un dedo, so pena de ganarse el apelativo de genocidas por hacer cumplir la ley y preservar los derechos de la mayoría.

Como se puede ver, cuarenta años después de un suceso más cacareado que el regreso de Gloria Trevi, sigue habiendo muchos huecos, continúan flotando muchos interrogantes, hay enormes vacíos de información. En gran medida, porque resulta mejor para ciertos grupos el seguir lucrando con la imagen que se ha venido imprimiendo en la psicología colectiva de la nación durante todos estos años. Como si éste fuera ese México. Como si nada hubiera pasado en cuarenta años. Como si les debiéramos sólo a quienes “anduvieron en el 68” (y no a gente como Luis H. Álvarez, Jesús Reyes Heroles, Cuauhtémoc Cárdenas y Carlos Castillo Peraza, aunque les duela admitirlo) la precaria y lastimada democracia de que gozamos (o padecemos; ustedes escojan).

Ya lo habíamos dicho en este espacio: la mejor manera de honrar a las víctimas inocentes (El colmo es que ni su número se conoce con certeza: la cifra más acertada anda entre 28 y 40) es proceder como se hizo en Sudáfrica: con una Comisión de la Verdad, sin consecuencias judiciales, de manera tal que por fin sepamos qué ocurrió, por qué, y quiénes lo hicieron pasar. Y eso incluiría a todos, de un bando y de otro: sería salutífero, por ejemplo, que quienes se sentían revolucionarios émulos de Castro y querían sacar ganancia en el río revuelto, también levanten la mano y nos hagan saber sus planes y provocaciones. Que si hay todavía sobrevivientes de entre quienes dispararon desde los edificios, digan qué órdenes siguieron, y de quién. De cualquier forma, como quedó demostrado por esa colosalmente inútil fiscalía especial que anduvo persiguiendo fantasmas todo el sexenio anterior, los delitos ya prescribieron hace un buen rato. Echeverría y sus secuaces están a salvo de la sentencia judicial, si no del juicio de la historia. Lo importante es que hablen y nos ayuden a exorcizar esos fantasmas que tanto nos estorban para ver hacia el futuro. Y no sé si esto sea noticia para algunos de esos fósiles, pero el resto de nuestra vida la vamos a vivir en el futuro, no en el pasado…

¿Todavía estamos a tiempo para que opere una Comisión de la Verdad? Como señalaba Federico Reyes Heroles en su columna pasada, en este mismo diario, el problema es que muchos quieren venganza y no justicia; ver la cabeza del enemigo ensartada en una pica, y no la verdad. Y son esos comportamientos los que tanto nos desgarran, fracturan e impiden cerrar capítulos del pasado y crear un proyecto viable de nación para el porvenir.

Responder leal, certeramente a las preguntas antes expuestas, y a muchas otras, sería la única manera de poner al Movimiento del 68 y la matanza de Tlatelolco en su verdadera dimensión: el pasado; el pasado cada vez más remoto. Como parte de un México que fue y ya no será. Como quienes fueron jóvenes idealistas en aquellos días del verano-otoño de 1968, fueron eso y ya no lo son. Ni jóvenes ni idealistas: que ya dejen de hacer papelones.

Consejo no pedido para que el Tibio Muñoz (otro “héroe” del 68 que medra con lo mismo desde entonces) lo meta al presupuesto: Vea “Los Soñadores” (I Sognatori, 2003) de Bertolucci, con Michael Pitt y Eva Green, sobre el espíritu rebelde de ese año interesantísimo. Provecho.

PD: Un par de lectores me corrige la plana: tanto Moroleón como Uriangato se hallan en el estado de Guanajuato. Mea culpa. Eso sí, continúan agarrados de la greña.

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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