En la ley laboral, en la retórica priista y a veces hasta en la práctica de los gobiernos de esa filiación, la secretaría del Trabajo tenía como misión central la de conciliar a los factores de la producción. Formalmente era un tercero en las disputas del capital y el trabajo y hasta se le reconocía la función de tutelar los intereses de los asalariados, lo que hacía ocasionalmente, sobre todo cuando estaban integrados al sindicalismo corporativo. De un tiempo a esta parte las cosas son distintas: la inclinación de la autoridad laboral a los intereses patronales se ha convertido de más en más en abierto contubernio que en la actualidad se muestra con ánimo pendenciero.
Anteayer, una manifestación del sindicato minero a la que se sumaron dirigentes y miembros de la Unión Nacional de Trabajadores fue recibida en el domicilio de aquella dependencia con una manta cuidadosamente pintada y montada en una estructura metálica. Su contenido era una provocación a los manifestantes, afiliados al gremio encabezado por Napoleón Gómez Urrutia: “En esta secretaría no se tramitan asuntos penales”.
La obviedad de la frase mal escondía la deliberada coincidencia entre los argumentos del Grupo México y el secretario Lozano, según los cuales huelgas como las vigentes en establecimientos mineros de ese consorcio (en Cananea, Sombrerete y Taxco) son argucias y maniobras extralaborales, dañinas a la industria, para forzar que se anulen las órdenes de aprehensión contra el dirigente sindical que, para eludirlas, hace más de un año que se refugió en Vancouver, al cobijo del gremialismo canadiense e internacional. A diferencia de esos alegatos, la justicia federal ha reconocido que la suspensión de labores en el gran yacimiento de cobre de Sonora tiene tal legalidad que la empresa no puede despedir a quienes rehúsan volver al trabajo.
En vez de contribuir a que el sindicato y la empresa diriman sus diferencias, que tienen manifiesto perfil laboral porque se alegan violaciones al contrato colectivo, y la adopción de medidas concernientes a la seguridad e higiene, Lozano adoptó el afán antisindicalista que condujo a su antecesor, Francisco Javier Salazar a intentar la caída de Gómez Urrutia. La tirria del secretario al dirigente minero y su sindicato se ha comunicado hacia abajo en la estructura administrativa y llevado a su jefe de prensa a extremos que serían risibles por ridículos si no entrañaran concepciones políticas y legales de corte autoritario. Héctor Alcudia, director de comunicación social de la secretaría, en vez de ofrecer información a quien juzgara desprovisto de ella arguye y embiste como si fuera un particular y no un funcionario público con tareas establecidas en la Ley: pretendió denunciar al doctor Néstor de Buen, maestro emérito de la Universidad Nacional, por un presunto conflicto de intereses ya que al mismo tiempo es abogado del sindicato minero y expone su causa en el diario en que escribe de muchos otros asuntos cada domingo. Llegó Alcudia al extremo de llamar “presunto experto” en derecho del trabajo a una de las plumas más autorizadas en ese terreno.
El espíritu rijoso de Lozano se ha manifestado en otros órdenes, fuera del ámbito de su competencia. Ha intentado convertirse en supervisor del jefe de Gobierno del Distrito Federal, cuya autoridad proviene de una elección no cuestionada y ni siquiera discutida desde su posición de colaborador para asuntos específicos de un Presidente al que una franja ancha del electorado niega esa condición formal. Conciernan o no a sus propias atribuciones, varias veces Lozano ha buscado pleito con Marcelo Ebrard, no se sabe si en acatamiento de instrucciones de su jefe o para congraciarse con él y con su círculo más cercano, el que promovió la sustitución de ya dos secretarios de Estado.
Lozano defendió la colocación de la manta provocativa a las afueras de su oficina (pendón que los aludidos y provocados desprendieron y pretendieron destrozar) con el argumento de que se ejerce la libertad de expresión. Es un pobre alegato, como lo es con frecuencia todo el que parte de una mentira. La libertad de expresión es un derecho de los ciudadanos, no de los funcionarios en cuanto tales, cuya conducta se rige por ordenamientos que establecen sus atribuciones y responsabilidades. Tanto es así, que en un caso particular Lozano sintió necesario solicitar permiso para asumir una actitud como persona y no como colaborador del Ejecutivo.
El año pasado el empresario Zhenli Ye Gon, procesado hoy en Estados Unidos, buscó justificar su posesión de una enorme cantidad de dinero en efectivo con un relato esperpéntico en que figuraba un “Javier Alarcón”. El secretario del Trabajo, que no se llama así, se puso el saco y gritó su inocencia. Su talante reñidor lo llevó a aquel país, con la licencia mencionada, para preparar una denuncia por difamación, contra el presunto delincuente. Pero como no es inusual en los bravucones, lo pensó mejor y volvió amansado. Desde entonces no ha vuelto a clamar por su honor ante los señalamientos del empresario que fue sujeto de trato deferencial en el Gobierno de Vicente Fox.
Si la rijosidad de Lozano es parte de su encomienda, vaya que la cumple con esmero. Si no es así, milita contra el interés y la necesidad de un Gobierno necesitado de conciliación, no de excitar los ánimos. Lozano está obligado a escuchar a quienes lo buscan para exponer agravios, aunque carezcan de razón. No a alebrestarlos.