Siempre sobra quién quiera quedarse con la primicia. Los astrónomos dicen que fueron los primeros científicos, dado que la observación de los cielos conformaba una parte sustancial y medular del cuerpo de conocimientos de la Antigüedad. Los cantantes proclaman que la suya fue la expresión artística primigenia, así fuera a punta de gemidos guturales. Y las muchachas que bailan recio, cómo no, se precian de practicar el llamado “oficio más antiguo del mundo”. Total, que algunas profesiones reclaman ser las iniciadoras o pioneras de ciertos ámbitos del quehacer humano.
En el caso de la astronomía no les falta razón. Empezando por que fue el primer campo de la naturaleza observable en el que el hombre dedujo que había patrones discernibles. Y es que los ríos crecen y desvían sus cursos; y los inviernos se acortan o se alargan o se recalientan. Pero los ciclos cósmicos tienen una regularidad conmovedora. Y si los astros siguen ciclos, es posible deducirlos y predecirlos. Y con eso es posible establecer cuándo sembrar, regar, cosechar, esperar la primera helada… Los calendarios se volvieron imprescindibles para la supervivencia de las primeras civilizaciones agrícolas. Básicamente, representaban los cambios en la longitud del día y sus principales avatares. Por eso los pueblos de toga, penacho y taparrabo armaban tanto escándalo con lo de los solsticios y los equinoccios: eran fechas cruciales, había que saber con precisión cuándo ocurrían, y por ello se tomaron tantas molestias para construir monumentos celestes y observatorios cósmicos. Quién sabe qué pensarían aquellos primeros astrónomos sobre las hordas de irresponsables que degradan lugares como Stonehenge y Chichén Itzá. Muy probablemente hubieran aprovechado a dos que tres de ellos para amenos sacrificios humanos.
Pero esas primeras observaciones del cosmos derivaron, como suele ocurrir, en otro tipo de fenómenos. En su afán de hallarle sentido al mundo, la naturaleza y su propia existencia, el hombre ligó lo que ocurría en los cielos con lo que acontecía en la Tierra. Llegó a la conclusión de que esa relación entre lo celeste y lo terrenal podía además conocerse, o incluso de alguna manera controlarse. Y claro, en teoría para eso están sacerdotes y reyes: para evitarle a la raza los pesares de inundaciones, heladas, sequías y distribuidores viales hechos con las patas. Al rato quedó todo amarrado: la observación de los cielos, las religiones estatales y las monarquías establecieron una simbiosis que, durante siglos, resultó nociva para la primera y bastante productiva para las otras dos.
Y es que del mero estudio del Cosmos se pasó a la lectura de los astros para determinar vida y milagros de los seres humanos (y lo que se dejara). Los primeros horóscopos y signos zodiacales son sumerios: provienen de una de las civilizaciones agrícolas y urbanas más antiguas. De hecho, ellos son los que tuvieron la imaginación suficiente para encontrar figuras de animalitos y de héroes en conjuntos de estrellas que bien pueden servir de Prueba de Rorschacht: la verdad, cada quien ve en esos grupos de puntos de luz lo que le da la gana. Luego los griegos se piratearon el concepto y adaptaron una que otra constelación sumeria a sus usos y costumbres. Y de ahí vienen los doce signos del Zodiaco que, según mucha gente, determinan destinos, dichas y pesares.
(¿Por qué son doce y no diez o veinte? Pues porque los sumerios tenían un sistema numérico base doce, no base diez como nosotros. Es la misma razón por la que el año dura doce meses, el día veinticuatro horas (doce por dos), la hora sesenta minutos (doce por cinco) y el círculo 360 grados (12 por 30). Total, que los sumerios nos embromaron bien y bonito a los que usamos los dedos de las manos para no complicarnos la existencia…).
Al rato la observación de los astros se volvió actividad de adivinos y pitonisos. Y así duró un par de milenios. Si a eso le añadimos que el primer telescopio funcional aparece en pleno Renacimiento, entenderemos por qué todavía hay gente que piensa que astrología (una forma del pensamiento mítico) y astronomía (una ciencia exacta) son lo mismo.
De hecho, muchos astrónomos serios (los que estudiaban movimientos y características de los astros sólo con el fin de entenderlos, y sin pretender que tuvieran nada qué ver con que a Chuchita la bolsearon) tenían que ganarse la vida haciendo horóscopos, cartas astrales y ese tipo de cosas que tan redituables resultan hasta la fecha. Astrónomos cuyos nombres detentan hasta cráteres lunares, como Kepler y Tycho Brahe, completaban el chivo redactando tratados adivinatorios para clientes adinerados e ingenuos. Pero mientras tanto, ésos y otros observadores del Cosmos (Copérnico, Galileo, Newton) demostraron que con matemáticas y la razón se podía entender lo que ocurría allá arriba. Nuevos telescopios permitieron detectar lo que nadie había visto hasta entonces. Un tal Edmund Halley probó que los cometas no eran caprichos cósmicos ni anuncios de desgracias, sino visitantes periódicos cuyos encuentros cercanos con la Tierra solían tardar muchos años en repetirse. Y de ahí p’al real…
Aunque, si hemos de ser francos, la astronomía todavía no le gana el pleito a la astrología; el pensamiento científico todavía anda en brega contra el pensamiento mítico. Díganlo si no la cantidad de horóscopos que aparecen en todo tipo de revistas, y el éxito de ciertos programas televisivos de astrología.
Por todo ello, no han de extrañarnos las conductas extremas que se han presentado con la reciente entrada del Año Chino de la Rata. Que no, no hay que confundir con el mexicano Año de Hidalgo. Vamos por partes.
Los chinos siguen un calendario solar y lunar mezclados, de manera que el inicio de cada ciclo no está marcado por una fecha estándar, la misma todos los años (que en nuestro caso es el 1º de enero): cada año arranca entre fines de enero y principios de febrero, dependiendo de la fase lunar.
Ahora bien, los chinos no tienen signos zodiacales que cambian cada mes; sino que creen que suerte, destino, personalidad y propensión al acné dependen del año en que uno nace. Así, en vez de decir “Yo nací bajo el signo de Piscis”, ellos salen con que “Yo nací en un Año del Gallo” (el caso de un servidor). Se supone que cada año tiene influjos distintos sobre quienes llegan a este Valle de Lágrimas en esas fechas. Las características son previsibles: quienes nacen en un Año del Tigre, serán valientes, audaces, sigilosos y se harán ricos vendiendo la Pomada del Ídem. Y por lo mismo, se supone que nacer en un Año de la Rata no es muy buena señal que digamos.
Ignoro si en China el concepto “rata” tenga la misma acepción vernácula que aquí. Supongo que, en todo caso, se le considera un animal dañino y criatura odiosa: es el único mamífero social que ocupa los mismos nichos ecológicos que el hombre, y se encarga de tragarse entre una sexta y una quinta parte de todas nuestras cosechas. A donde va el hombre, va la rata para competir, medrar y provocarle pesadillas. De hecho, tenemos la leve sospecha de que algunos incendios en la difunta estación espacial rusa “Mir” fueron provocados por una rata polizón, que a falta de comida se puso a roer los cables. En una de ésas resultó electrocutada, y se acabaron los problemas.
El caso es que nadie quiere tener hijos ratas. Y por ello algunas chinas y vietnamitas tomaron medidas extremas (como programar cesáreas) para que sus retoños no tuvieran tan roedor ascendiente. Eso sí, no estaría de más, en un futuro, checar el dato de cuántos de los que nazcan de aquí a enero próximo terminan de diputados, senadores, líderes sindicales o alimañas semejantes. A lo mejor nacimiento es destino después de todo.
Consejo no pedido para comerse todas las galletas de la suerte: Vea “El año del dragón” (Year of the Dragon, 1985), dirigida por Michael Cimino con guión de Oliver Stone (¡Qué tal la combinación!), interesante cinta sobre triadas, gángsters de ojos rasgados y ambición oriental trasladada a Occidente. Provecho.
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