De niños, así nos sentíamos en nuestro pueblo natal.
Era como si fuéramos parte de la familia de muchas personas importantes del lugar.
Empezando con la tía Juanita, la partera que nos trajo al mundo así como a medio pueblo.
Era tan acertada, tan capaz, tan práctica que todos le guardaban respeto y le profesaban cariño.
Es que ella nos conocía desde nuestra aparición en este escenario.
Y no sólo traía al mundo nuevos habitantes de la pequeña comunidad, sino que además atendía nuestras enfermedades con sus famosas y milagrosas yerbas o con sus manos de sobandera conocedora de todo el cuerpo humano.
Luego estaba el tío Eliseo con su famosa Antigua Botica. A falta de médico en el pueblo, él se encargaba de recetarnos lo necesario para gripes, empachos y demás dolencias.
Importante personaje de nuestra vida lo fue también don Rafael Canales. Vivía al otro lado de la casa.
Por él aprendimos a amar la naturaleza, el campo donde se sembraba cada año y donde conocimos el secreto de las quietas noches estrelladas.
Solamente una vez fuimos a convivir y aprender cómo se realizaban los trabajos de pre-siempre, siembra y levantamiento de cosecha, pero fue una de las mejores enseñanzas de nuestra vida.
También nos adoptó don Pancho, el zapatero que nos enseñó a lustrar calzado y a gozar de la vida. Su hija “Tolola” tenía los ojos más hermosos del mundo.
Luego apareció Enriquillo Fernández con su taller mecánico donde siendo niños conocimos de pistones, carburadores y frenos.
Posteriormente Crucito Reza, un carpintero que era también un gran cantante.
Con ellos y muchas familias del pueblo convivimos, aprendimos, entramos y salimos de su casa pasando por sus cocinas donde disfrutamos de platillos que ya no se cocinan de tan sabrosos.
Estábamos “chípiles” decía mamá porque donde quiera nos trataban muy bien.
¡Cómo extrañamos aquellos años y aquellas adopciones!
