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De La Vida Misma / PLANTAR UN ÁRBOL

Lic. Miguel Ángel Ruelas Talamantes

Tener un hijo.

Escribir un libro.

Estas frases, que se atribuyen al poeta cubano José Martí, las conocimos desde temprana edad.

Y es que se decía que para que el ser humano estuviera completo, debería cumplir cuando menos con esos tres requisitos.

Y usted y nosotros de vez en cuando nos preguntamos. ¿Estaremos ya completos?

Hoy, el patio de la casa está lleno de plantas, y de algunos árboles, como esa hermosa higuera que nos da sus frutos, sorprendentemente, casi todo el año. Como esos duraznos tan sabrosos y esas bugambilias con sus flores de un fucsia intenso a un rosa tenue combinado con blanco.

Tenemos dos hijos que ya nos regalaron nietos.

Y en cuanto al libro, éste lo empezamos a escribir hace este mes 31 años, y algunas de sus partes las presentamos aquí, el 1º. de octubre de 1977, cuando salió a la luz la primera columna De la Vida Misma, como se llamará nuestro primer libro.

Si usted no la leyó, le recordaremos una pequeña parte, y dice así:

Junto a la llave del agua, Monina alargaba su mirada calle arriba.

Parecía en éxtasis mientras dirigía su vista más allá del puente del derramadero.

Todos los días hacía lo mismo: llenaba su tina en la llave pública del agua potable y luego se quedaba mirando, como hipnotizada calle arriba.

Me daba lástima verla tan triste, mirando tan triste.

A veces me acercaba y le platicaba.

Seguramente le daba gusto hablar conmigo, y una vez me dijo: Sabes, no te pareces en nada a tu tío, pero eres de su sangre, y yo amo todo lo que sea de su sangre.

Monina dejaba pasar los días y los años siempre esperando, siempre llenando la tina de agua y mirando calle arriba, esperando la aparición de aquel hombre que le había robado el seso, que se había posesionado de todos sus pensamientos.

Estoy como embrujada, -nos dijo una vez- y su voz parecía que llegaba de muy lejos. Ese día yo estaba con ella en su casa. Había salido de la escuelita y ella me había detenido.

Ven –me dijo- quiero platicar contigo ya que no lo hago con él. Siéntate en ese cojín, ahí en el suelo y estira los pies.

Yo me senté junto a la ventana. La pieza estaba casi en penumbras.

En un rincón resplandecían los ojos intensamente azules de un gato que ronroneaba. Olía como a cáscara de naranja quemada. Me asomé a la ventana y mi mirada se quedó clavada en el sauce que estaba pegado a la pared. El viento movía lentamente sus hojas...

Ésta fue parte de nuestra primera columna De la Vida Misma, y de un libro que seguimos escribiendo y corrigiendo. A la mejor ya podríamos hacer dos o tres y en él hablamos primero de nuestra niñez de pueblo, y luego de tantas vivencias que hemos tenido en esta gran casa a donde llegamos temprano y donde seguimos en la lucha.

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