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De la violencia a la soledad

Las laguneras opinan...

Laura Orellana Trinidad

Aunque ya es imposible sostener la idea de una naturaleza humana común a los tiempos y a los espacios, quizá pueda decirse que el miedo constituye un rasgo permanente en el hombre y su cultura. Es el único ser viviente que crece con la convicción de que morirá sin saber cuándo, ni cómo. No hay certidumbre. Sin embargo, el miedo en dosis manejables ha contribuido a la reproducción de las generaciones porque alerta, avisa, advierte en los peligros. Pero el temor puede dominarnos a tal grado que se convierte en patológico. Así, el concepto de miedo lleva aparejado el de seguridad. Se precisa una porción de sosiego para emprender el viaje de la existencia cotidiana. A decir de Jean Delumeau, el historiador del miedo: “La necesidad de seguridad es, por tanto, fundamental, está en la base de la efectividad y de la moral humanas. La inseguridad es símbolo de muerte y la seguridad es símbolo de la vida”. Sólo en la ficción es posible no sentir miedo. Muchos de los asiduos lectores de Astérix, quisiéramos vivir en la aldea de los “irreductibles galos” donde simplemente no se conoce este sentimiento.

Las sociedades antiguas pudieran presentarse, desde los albores del siglo XXI, muy frágiles, ya que en ellas no había forma de controlar algunos elementos indispensables -y otros que así lo parecían- en relación a la vida cotidiana, como las enfermedades (basta recordar las terribles pestes que azotaron Europa), el hambre, el demonio. Existía el temor al mar, a los maleficios, a los aparecidos, a la noche, a las brujas. Sin embargo, estas culturas crearon formas útiles para combatir todas estas amenazas, de acuerdo -por supuesto- a su imaginario social: los rezos diversificados para cada situación especial; la confesión y el perdón que calmaban la inquietud, los objetos religiosos que alejaban el mal, las imágenes que protegían.

Los hombres contemporáneos controlan prácticamente todas las preocupaciones de antaño. La racionalidad que tuvo por cuna el siglo XVII en Europa, ha permitido a la mayor parte de los seres humanos despojarse del espanto hacia la naturaleza y por supuesto de las formas que ahora llamamos fantasiosas o folclóricas. No obstante, el miedo domina en esta nueva fase posmoderna. El temor al otro, al vecino, al de junto.

El miedo al hombre lo desata la violencia. Las cifras indican que ésta se desarrolla -como tumor canceroso- en todo el país y muchos consideran imposible su detención. El tema de la inseguridad pública se disputa, en nuestro país, el primer lugar en la agenda nacional con el de la crisis económica. Los ciudadanos de las grandes urbes en México temen salir a las calles y ser asaltados, en el mejor de los casos.

La violencia existe, imposible negarlo, y por consiguiente el temor a morir o ser agredido; sin embargo en gran medida los medios de comunicación han colaborado resignificando la violencia en la cosmovisión social. Para Rossana Reguillo, una de las teóricas más agudas de los fenómenos comunicacionales en México, señala que: “La violencia se ha convertido en el relato fuerte en la narrativa de la contemporaneidad, lo que significa que su presencia, su estadística, sus imágenes ocupan el centro de un espacio público que encuentra en la violencia, la narrativa que, a la manera de Sherezada de “Las mil y una noches”, es capaz de mantener el suspenso y “re-encantar” el mundo cada día, a través de un dispositivo narrativo que se perpetúa en una historia sin fin”.

Sin embargo, el discurso que está casi ausente en los medios de comunicación, es el análisis sobre la violencia: ¿qué estructuras la generan?, ¿cuál es el mensaje de estas violencias? Reguillo afirma que la violencia que se ha desatado en los últimos años es calificada, en estos dispositivos, como “ilegal”. Para Reguillo esto es simplista e insuficiente, de ahí que proponga una nueva manera de abordarla: la paralegalidad, es decir, un orden paralelo que genera sus propios códigos y normas y que resulta más conflictivo que la misma ilegalidad, pues ignora totalmente a las instituciones y al contrato social. En realidad, estamos en presencia más que nada de una “violencia simbólica”, o, en expresión de Reguillo, una violencia expresiva, que no parece perseguir un fin instrumental (p. ejemplo, el robo o el ajuste de cuentas) sino constituirse como un lenguaje capaz de dominar y exhibir símbolos de poder. Quizá la tesis más interesante de esta investigadora, es la que indica que quien logre apropiarse de nuestros miedos, será quien logre definir el proyecto social del siglo XXI. Para ella el miedo es un elemento que está reconfigurando el espacio público, paradójicamente, hacia una sociedad más individual, en la que cada uno trata de salvarse. La privacidad cerca cada vez más a los individuos hasta dejarlos casi aislados, y aparentemente, ése es el resguardo contra la fatalidad. Los medios colaboran a paralizar a la población, antes que conminarla a la actividad, a la propuesta. La búsqueda de seguridad no está siendo colectiva, sino personal; se da a través de sistemas complejos de protección: alarmas, grandes bardas, rejas de hierro, guardaespaldas, controles para llegar a las puertas de la casa, etc. En este esquema, no parece haber institución capaz de protegernos ante este virus mortal, de ahí que se enfrente de manera individualizada.

Es imposible detener la espiral de la violencia sin ir a las condiciones que la engendran. Algunas las conocemos: un modelo de desarrollo económico orientado a los sectores más favorecidos; el narcotráfico que se ha filtrado en las redes políticas; el paradigma de nación que excluye sistemáticamente a los grupos que considera casi inexistentes. Por lo tanto, debemos generar en los medios de comunicación espacios de reflexión sobre la violencia, que contribuyan a regenerar un espacio público. Los datos fríos, poco explican la realidad.

lorellanatrinidad@yahoo.com.mx

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