Acabada la cacería de la zorra, lord Feebledick llegó a su casa y encontró a su mujer, lady Loosebloomers, en trance de fornicación con un enano. “Bloody be! -exclamó milord, que no olvidaba los juramentos aprendidos en la India-. ¡Y con un enano!”. Responde ella: “Es que en el Año Nuevo me hice el propósito de ir dejando el adulterio poco a poco, y ya le estoy bajando”... Un sujeto le contó al pastor de su iglesia: “Mi esposa tiene en su poder un acta que la faculta para predicar sermones”. “¿De veras? -se interesó el pastor-. ¿Qué clase de acta es ésa?”. Responde el tipo: “Se llama ‘acta de matrimonio’”... Don Leovigildo iba por la calle cuando se le acercó un sujeto de extraño aspecto y porte estrafalario. “Soy mago -dijo el tipo en tono de misterio-. Le vendo estos anteojos en mil pesos”. “No me interesan” -contestó don Leovigildo. “Son unos lentes mágicos -insiste el hombre-. Pruébelos y se interesará”. Por pura curiosidad don Leovigildo se puso las gafas, y lo que vio lo dejó estupefacto: ¡con aquellos anteojos todas las personas se veían desnudas! Fijó la mirada en una guapa chica y la miró sin ropa alguna, como en la intimidad de su recámara o en el baño. Aquello era fantástico. Sin vacilar pagó el precio de los lentes mágicos, y muy contento se dirigió a su domicilio. Al caminar los llevaba puestos, e iba mirando a toda la gente al natural, como si al salir a la calle se hubiesen olvidado todos de vestirse. Llegó don Leovigildo a su casa y halló a su esposa en la sala, con el vecino de al lado. Se regocijó don Leovigildo viendo a ambos como si estuvieran desnudos. “¡Miren lo que compré!” -les dice muy orgulloso de su adquisición. Y se quitó las gafas para que las probaran. Pero también sin los lentes vio que su esposa y el vecino estaban en peletier, por no decir en cueros. “¡Caramba! -exclama don Leovigildo con enojo-. ¡Hace una hora compré estos lentes mágicos y ya no funcionan bien!”... ¿Cuántas muertes tendrá que haber antes de que los encargados de construir la nueva carretera entre Saltillo y Monterrey se decidan por fin a emprender la obra? El sábado último hubo un choque en que participaron más de una decena de vehículos, y tres personas perdieron la vida. Lo sucedido no es raro: casi no pasa un día sin que suceda un accidente en esa carretera. Las interrupciones del tránsito son cosa prácticamente cotidiana, y las más de las veces duran varias horas. Circular por esa vía se ha vuelto aventura peligrosa, sin contar los inconvenientes de todo orden que padecen sus usuarios. Por eso vuelvo a preguntar: ¿cuántas muertes necesitan los responsable de esa obra para dejar a un lado sus burocratismos y empezarla ya?... El padre Arsilio y el rabino Chochem fueron juntos a una convención en Las Vegas. En el almuerzo el padre Arsilio encomió el tocino que le sirvieron. “Es una pena -le dice al rabino- que tengas prohibido gozar esto. No sabes de lo que te pierdes”. El rabino, entonces, le pidió que viera a la lindísima mesera: “Mira qué hermosa es la mujer -le dijo-. Lástima que tú no puedas gozar de sus encantos. Tampoco sabes de lo que te pierdes”. Después de comentar sus respectivas privaciones los dos hicieron un acuerdo: el rabino comería tocino y el sacerdote probaría los deliquios del amor. Luego compartirían sus respectivas experiencias. Al día siguiente el padre Arsilio le preguntó al rabino Chochem: “¿Qué te pareció el tocino?”. “Verdaderamente delicioso! -responde Chochem con entusiasmo grande-. ¡Jamás había probado nada igual! ¡El tocino es un manjar cuya excelencia no hay palabra humana que pueda describir! Tenías razón: me estaba perdiendo de algo maravilloso. Ahora dime: a ti ¿qué te pareció la mujer?”. Responde mohíno el padre Arsilio: “Mucho mejor que el tocino”... FIN.