Simpliciano, joven mancebo sin ciencia de la vida, estaba con Pirulina, muchacha sabidora. Se hallaban los dos en un paraje solitario, bajo el encanto de una luna que habría inspirado amorosos pensamientos hasta a Calvino o Torquemada. Movido por la romántica ocasión Simpliciano empezó a hacer el inventario de los encantos de la chica. "¡Oh, Pirulina! -exclama con arrobo-. ¡Cuán hermosa es tu frente, alba como las nieves de los volcanes de mi patria! ¡Qué rubios tus cabellos, del color de las mieses estivales! ¡Y tus ojos, luminosos y cálidos igual que el sol! ¡Y esa tu boca, envidia de corales y rubíes! Amada mía: tu cuello -como de cisne o de gacela- es breve columna alabastrina. Y, finalmente, tus pies son un pequeño alfiletero donde he clavado mi enamorado corazón". Pirulina repasa mentalmente aquel galante inventario de requiebros -frente, cabellos, ojos, boca, cuello, pies- y luego le dice a Simpliciano: "Te saltaste lo mejor".... Cuando dudamos acerca del buen uso de un vocablo es cosa útil acudir al diccionario. Y cuando no dudamos, esa consulta es aún de mayor utilidad. Tomemos por ejemplo la palabra “censura”. En la acepción que sirve a mi comentario ese término significa: “Intervención que ejerce el censor gubernativo”. Lo interesante de esta definición es la expresión “censor gubernativo”. En efecto, la censura es siempre un acto de gobierno, una acción represiva del Estado. Entre particulares no existe la censura. Si al interés de una empresa de comunicación no conviene la participación en ella de tal o cual persona, el empresario puede muy bien prescindir de sus servicios, y en eso no falta a la ética ni a la legalidad, pues su obligación y su deber son con la empresa, cuyo cuidado y conservación le corresponden. Sólo el Estado, entonces, puede atentar contra la libertad de expresión de un comunicador, y eso únicamente en el caso de que el tal comunicador no esté recibiendo alguna prestación por parte del Gobierno. López Portillo, por ejemplo, habló con apego a la razón cuando dijo su famosa frase: “No te voy a pagar para que me pegues”. La dirigió a ciertas publicaciones que a pesar de percibir jugosos ingresos por publicidad oficial atacaban a su régimen. Ahí no hubo censura: simplemente el Gobierno reaccionó contra quien quería mamar y dar topes. Esa expresión, aunque populachera, cuadra muy bien aquí. No hablemos, pues, de ataques a la libertad de expresión cuando estemos en presencia de un simple conflicto de interés entre particulares, a menos que esté probada plenamente la injerencia del Gobierno en tal conflicto. Cuidemos celosamente, sí, que el Estado no atente contra nuestras libertades. Pero no gastemos la pólvora en infiernitos, aunque gastarla sea lo políticamente correcto... Una pareja de astronautas, él y ella, llegaron a Marte y fueron recibidos con interés por los marcianos, que jamás habían visto terrícolas ni sabían cómo eran. Lo primero que los marcianos pidieron a los visitantes fue que les mostraran qué comían. La astronauta sacó una cocinilla portátil y procedió a freír unos huevos. "Estarán listos en unos minutos" -dijo a los marcianos. " Y ¿por qué los meneas?" -preguntó un marciano. "Para que no se peguen" -explicó ella. En seguida los marcianos quisieron saber cómo se hacían los niños en la Tierra. De buena gana el astronauta y la astronauta procedieron a darles una demostración. Al terminar pregunta otro marciano. "Y el niño ¿dónde está?". "Tardará algún tiempo" -responde el astronauta. Y exclama muy alarmado el marciano: "¡Entonces síguele meneando! ¡No se le vaya a pegar!"... (No le entendí)... FIN.