Cuando las cosas se ponen mal los hombres rezan o filosofan. Hoy por hoy (igual a hoy) las cosas andan mal en México. No tengo, desdichado de mí, la elevación espiritual que se requiere para orar. Puedo rezar, sí, que es como recitar; pero la belleza de la oración me es desconocida, igual que tantas otras cosas bellas que la criatura humana puede alcanzar en su indigencia cuando se acerca a Dios, o a la idea de Dios. Ya que no puedo orar, entonces hago a veces filosofía parda. Los lunes, días de murria, son propicios para ese estéril ejercicio. Filosofaré, por tanto, sobre nuestro modesto entorno nacional, y diré que muchos de los males que en México sufrimos derivan de la pobre calidad -hablo en lo general- de nuestros políticos. La política debe ser un instrumento para lograr un fin. Ese fin es el bien común. Tarea de los políticos ha de ser procurar ese bien. La política es por tanto una obra de servicio. Y, si me apuran un poco, es una obra de amor. O debería serlo. El problema con los políticos mexicanos es que casi todos son solamente eso: políticos. Se dedican nomás a hacer política, con lo cual la convierten en politiquería. Son políticos pragmáticos, sin otra mira que alcanzar el poder, conservarlo y disfrutar de todas las prerrogativas que en México el ejercicio de la política suele traer consigo. Pero aquél que solamente es político es por fuerza un mal político. Se vuelve entonces un político malo, es decir alguien en cuya persona y actos está ausente la ética. Un político, para serlo en verdad, debe tener la idea del bien. Diría yo "la mística del bien" si no es porque esa palabra, "mística", tiene connotaciones religiosas. En México las cosas seguirán más o menos igual -o sea más o menos mal- mientras no tengamos una clase política con una actitud de búsqueda del bien. Un político sin valores es un político sin valor... Esta última frase no la entendí, columnista. Tampoco entendí todo lo demás. Cuando filosofas no sólo te pones solemne: también te pones aburrido. Ya se sabe que el aburrimiento es hijo de la solemnidad. Despójate, pues, de la ampulosa toga del magíster, y da salida a algunos cuentos diversivos que aligeren el ánimo de la República, seguramente contristada por tus inanes filosofías. Narra, por ejemplo, la picaresca historia de Lord Feebledick. Estaba pasando unas semanas en su chalet del campo, y cierto día amaneció en su cama con una tumefacción o elevamiento en la entrepierna que hacía varios años no experimentaba. Llamó a Gunga, su valet hindú, y le ordenó en voz baja para que no lo oyera su mujer: "¡Rápido! ¡Tráeme mis pantalones bombachos y dile a James que encienda el coche! ¡Ésta la voy a contrabandear a Londres!"... Una señora llegó a la farmacia y le pidió al encargado: "Deme unas pastillas de Viagra para el insomnio de mi esposo". "Señora -le advierte el farmacéutico-. El Viagra no es para el insomnio". "Ya lo sé -replica ella-. Con el Viagra mi marido sigue sin dormir, pero ahora me despierta para algo mejor que para pedirme una tacita de leche tibia"... Termina esa columnejilla con un relato sicalíptico cuya lectura hizo que doña Tebaida Tridua se amapolara, es decir que las mejillas se le pusieran rojas. Trata de un delicado joven que le contó a su amigo, tan delicado como él: "Tengo una fiebre que con nada se me quita. Ya me inyecté; ya tomé píldoras, jarabes, todo, y no siento ningún alivio". Le pregunta el otro: "¿Por qué no pruebas con un supositorio?". Suspira el joven: "Ay, así enfermo ¿quién piensa en divertirse?"... FIN.