Hay una espléndida serie de televisión llamada "Hacia el Oeste" ("Into the West"). Fue producida por el versátil Steven Spielberg, y narra, a través de la saga de una familia a lo largo de tres generaciones, la historia de la colonización de los vastos territorios occidentales que antes pertenecían a México y hoy forman parte de los Estados Unidos. No es una serie de aventuras, aunque está llena de ellas. Es el relato, al que se procura dar rigor histórico, de un hecho de vastas proporciones. En el curso de la trama aparece, dicha en una sola frase, la mejor explicación que he conocido a la pérdida de aquella gran parte de México. Dice uno de los protagonistas: "Estas tierras eran como una mujer sin hombre. Lo único que hicimos fue abrazarlas". Es cierto. La verdad lisa y llana es que los Estados Unidos no nos robaron esos territorios: estaban olvidados, abandonados por un poder central que pensaba -y a veces piensa todavía- que fuera de México todo es Cuautitlán, según el dicho de la bella y galana Güera Rodríguez. Los americanos del Este enviaron hacia el rumbo del Pacífico las grandes oleadas de inmigrantes que llegaban de Europa -"Go West, young man; go West!"-, y que ocuparon aquellas extensísimas comarcas. Parte de esa historia es la del aniquilamiento de la población nativa por los recién llegados. La matanza organizada del búfalo o bisonte, animal del que dependían los llamados pieles rojas para sobrevivir, fue elemento de esa persecución que ahora calificamos de inhumana, pero que el hombre blanco veía en ese tiempo como necesaria, y aun como cosa natural perteneciente a la legítima defensa. Y sin embargo la deliberada destrucción de la población indígena; el arrasamiento de una cultura por otra, la más fuerte; constituye uno de los hechos de mayor crueldad en la historia del país del Norte, que tantas crueldades ha ejercido a lo largo de su breve desarrollo. España no hizo así. Lo que hoy es México -la Nueva España de antes- no fue una colonia, sino un Reino. Los recién llegados no sólo no se propusieron acabar con los que estaban aquí antes de su llegada: convivieron con ellos, y aún se fundieron con la población local en un mestizaje del cual nosotros somos fruto. Hubo abusos terribles, eso es cierto, de esclavitud y muerte; pero aquí no aconteció el genocidio causado por la nación vecina. En todo caso el paulatino acabamiento de los grupos aborígenes de México ha sido consecuencia de nuestra falta de capacidad para incorporarlos plenamente a un mundo en cambio. La supervivencia de los "usos y costumbres" de esas etnias puede ser algo pintoresco si se le mira desde fuera, pero es algo que somete a sus integrantes, sobre todo a los más débiles, como las mujeres, a prácticas contrarias a una sana convivencia. Lo ideal sería preservar lo esencial de esas raíces -las lenguas, los atuendos, las hermosas artesanías, la tradición oral-, pero haciendo que los integrantes de esas etnias tengan acceso a lo bueno que la cultura de hoy puede ofrecerles. Quienes pretenden que esos pueblos no cambien nada de sus modos de ser y de vivir, y que sigan siendo como eran antes de la llegada de "el hombre blanco", los condenan irremisiblemente a la desaparición. En esto no puede haber demagogias ni sentimentalismos hueros. En esto debe haber conciencia de humanidad. Y a esa conciencia no se llega aislando, sino uniendo. Si todos somos mexicanos, todos debemos gozar los mismos bienes. Por una buena labor de educación los indígenas de México pueden conservar lo mejor que tienen de su origen, y al mismo tiempo recibir los beneficios de la modernidad. Pretender que sigan siendo "salvajes inocentes" es dictar una sentencia de muerte contra ellos... FIN.