El señor Solorno, hombre sin compañía de mujer, vio en un catálogo de artículos eróticos el anuncio de una muñeca inflable hecha con cierto material que tenía la textura y tibieza de la piel femenina. Decía la propaganda: “¡Conozca usted a Foamy Doll y disfrute una experiencia sexual absolutamente realista!”. Pidió el señor Solorno la muñeca. Cuando el encargado de la paquetería recibió la caja y supo de su contenido, no pudo resistir la tentación de estrenar él mismo la muñeca. Tras el estreno volvió a dejarla como estaba y luego la remitió a la casa del señor Solorno. Días después un amigo de éste le preguntó acerca de la muñeca. “¡Es fantástica! -respondió él-. ¡Cuando la usas sientes que estás con una mujer de veras!”. “Muy realista la muñeca” -recordó el amigo la propaganda. “Absolutamente -confirma el señor Solorno-. Tan realista que hasta me pegó un herpes”. (Y para colmo era el herpes llamado “del Nilo”, con forúnculos gonorreicos y bubones estrumosos. Un desastre)... La esposa de un médico radiólogo les contaba a sus amigas cómo su marido le hacía el amor: “Me dice: ‘Acuéstese. No se mueva. Ya”... ¿Quién empezó el desorden? Sólo podría decirlo un especialista en Historia del Sindicalismo Mexicano, rama entre las principales de la Historia de la Corrupción en México. Yo tengo para mí que ese desorden lo instauraron los ferrocarrileros. Inventaron la especie de que sin ellos la Revolución no habría podido hacerse, aunque la verdad es que los trenes movieron lo mismo a los rebeldes que a quienes combatían la rebelión. (Hasta donde se sabe, las locomotoras y los vagones no tienen afiliación política). El caso es que los trenistas dijeron que habían derramado su sangre en el movimiento reivindicador -aunque más sangre derramaron las soldaderas en sus días- y le cobraron la cuenta a la Nación en la forma de contratos colectivos tan gravosos que acabaron por acabar con los ferrocarriles. Ese mal ejemplo cundió luego. El nuevo régimen, que tanto reprobó el sistema de peones “acasillados” en las haciendas porfirianas, “acasilló” también a los campesinos por medio del ejido y extendió ese sistema a los obreros a través de sindicatos que a cambio de apoyar a los nuevos dueños del país obtuvieron prestaciones desmesuradas. A pesar de los cambios que ha habido, México se ve obligado todavía a mantener a esas castas formadas por trabajadores colmados de privilegios que no gozan los demás mexicanos. Escandaliza conocer los gajes y prebendas que disfrutan quienes integran esos sindicatos oficialistas, verdaderos parásitos de la Nación. Jubilaciones prematuras; pensiones exorbitantes; plazas hereditarias; vacaciones, aguinaldos y bonos desmesurados; más mil y mil ventajas de todo orden -o desorden- son la nefasta herencia que el sindicalismo al estilo revolucionario, vale decir priista, dejó a México y que lo tiene atosigado y abatido. (Sobre todo atosigado). Me pregunto: ¿se acabará algún día ese abusivo régimen sindicalista? Y me respondo a mí mismo usando el nombre de un personaje de esta columnejilla: Estaca Brown... Un individuo que tenía problemas de la vista -casí no veía ya- fue a consultar a un oftalmólogo. La recepcionista le dijo que el doctor tardaría media hora en atenderlo, de modo que el tipo buscó el baño, y en el pequeño cuarto empezó a entretenerse consigo mismo para pasar el rato. De vuelta en el consultorio le dice el médico: “Debe usted dejar de entretenerse consigo mismo”. “¿Por qué, doctor? -pregunta con alarma el individuo-. ¿Puedo quedarme ciego?”. “No -replica el facultativo-. Pero se quejaron las personas que iban en el elevador”... FIN.