¿Cuántos chistes podrían narrarse que tienen como protagonistas a curas que pecan -en el mejor de los casos- con mujer? Recordemos el cuento del padre Incapaz, que las hincaba y ¡paz! O el de la forastera que buscaba en el pueblo a un tal Pacorro, pues le habían dicho que era gran amante, y resultó que no era el tal Pacorro, sino el párroco. O aquél de la esposa que no tenía hijos: alguien le dijo que se embarazaría si rezaba 10 avemarías, pero otra señora le aconsejó que mejor fuera con el padre nuestro, pues así había quedado ella embarazada. Es infinito el número de historias, imaginarias y verdaderas, de curas que faltan al sexto y al noveno mandamientos. Yo soy católico. Creyente, no practicante. Y soy casado. Practicante, no creyente. Aunque indigno, amo a la Iglesia en cuyo seno nací y en la cual quiero morir. (Si no fuera también indigno de eso iría a la fosa vestido con el hábito de terciario franciscano, como don Guido, el de Machado). Y sin embargo hay cosas de mi Iglesia que me duelen. El Papa Benedicto aludió a una de ellas cuando al llegar a Estados Unidos habló de la vergüenza que siente por los casos de pederastia en que han incurrido numerosos sacerdotes de ese país. Dijo el pontífice que la Iglesia debe pedir perdón a quienes han sido víctimas de esos abusos incalificables, y a sus familiares. Con la osadía que la ignorancia da yo pienso que la Iglesia debería pedir perdón -y no dudo que alguna vez lo pida- a sus sacerdotes y religiosas, por haberlos sometido a la inhumana obligación, carente de toda humanidad, del celibato. De esa imposición contra natura, y del recelo con que la clerecía ha visto siempre a la mujer, como ocasión continua de pecado, derivan en buena parte los males que ahora la Iglesia debe lamentar, y que seguramente seguirán presentándose mientras subsista eso que algunos llaman aberración, y hasta abominación. Yo, sin llegar a tanto, pienso que el celibato religioso es grave error, e injusticia que clama al Cielo, porque a más de ir contra el orden natural, dispuesto por Dios mismo, somete a quienes hacen ese voto a indecibles sacrificios y zozobras, pues nadie puede impunemente contrariar las leyes de la naturaleza. El celibato religioso no es institución divina; es coacción humana, originada -lo más triste- en preocupaciones que nada tienen que ver con lo espiritual, sino antes bien con cosas puramente materiales, de mero acopio y conservación de la riqueza. El celibato no está ni en las raíces de la Iglesia ni en su esencia. Haciendo un supremo esfuerzo de aggiornamento el catolicismo quiso reconciliarse con la modernidad del mundo. Otro esfuerzo, mayor y de más mérito que aquél, sería reconciliar a la Iglesia Católica con la naturaleza del hombre, para ya no contrariarla, ni ejercer violencia sobre ella, pues ahí está en gran medida la fuente de la maldad y de las perversiones que tanto daño han hecho a tantos inocentes, y a la institución misma a lo largo de su historia. Soy católico, vuelvo a decirlo, sin merecer serlo. Me angustia la declinación de la Iglesia, tan evidente en México, país que tiene profunda raíz católica y donde aun así el catolicismo pierde terreno frente a otras iglesias y sectas. Eso mismo sucede en todo el mundo. Hay escasez de vocaciones. A mi entender eso se debe en buena parte a la obligación de celibato que se impone a quienes sienten el llamado religioso, pero no quieren o no pueden hacer renuncia de su naturaleza humana. A esa naturaleza, que por ser humana es también divina, nadie puede renunciar sin exponerse a grandes sufrimientos, a tremendas tormentas interiores, o a incurrir en claudicación o desviaciones. Por eso, en tratándose del celibato, sueño con el día en que mi Iglesia siga la ley natural, que es ley de Dios, y no el dictado falible de los hombres... FIN.