"El telegrama". Algún día de la próxima semana saldrá aquí ese impúdico relato, a cuyo lado los excesos verbales de las más deslenguadas "adelitas" son aticismos de purista. Hoy narraré otro chiste igualmente descomunal y sicalíptico. Se llama "Naufragio", y viene al final de esta columnejilla... No hay nada más difícil de entender que la adolescencia. En comparación con cualquier adolescente, el Poema de Parménides, las abstracciones de James Joyce y las tesis sociobiológicas de Wilson vienen a ser simplistas obviedades. He aquí que Rafita, mi nieto de 12 años, tiene la buena costumbre de visitarnos a su abuelita y a mí todos los domingos por la mañana. Uno de esos domingos, hace días, sonó el teléfono. Hablé con la persona que llamaba, y cuando colgué me preguntó mi nieto: "¿Quién era, abuelito?". Le contesté, asombrado todavía: "¿Qué crees, hijo? Carlos Slim está en Saltillo, y quiere conocerme. Me invita a tomar un café". Me preguntó Rafita: "Y ¿quién es Carlos Slim?". Le respondí lisa y llanamente: "Es el hombre más rico de México". Y dice entonces Rafa, también llana y lisamente: "Pues será muy codo si no paga él los cafés". En efecto, Carlos Slim estuvo en mi ciudad. Tuvo para ella un lindo piropo. Dijo: "Saltillo es una muchacha bonita". Yo no conocía a este señor tan importante. Corrijo: si es cierto aquello de que "Por sus frutos los conoceréis", sí lo conocía. Tuve ocasión de tratar a su hijo Carlos, y pude ver su sencillez, su amabilidad con todos, y la dedicación con que cumple su trabajo. Estuve con él en una cena servida por personal de Sanborns, y al terminar la reunión pidió la presencia de quienes habían preparado las viandas ofrecidas, los felicitó y les expresó su reconocimiento. Jamás había visto yo un rasgo así en un ejecutivo joven. Carlos Slim padre es igualmente amable, y es también sencillo. Hablamos de temas muy diversos -no de dinero, afortunadamente, pues yo iba con cierto temorcillo de que me fuera a solicitar un préstamo-, y supe de su encendido amor por la Ciudad de México, cuyo centro histórico ha contribuido en forma muy significativa a revitalizar. Me enteré también de que tenemos una afición común: hacer sudokus, ese acertijo de números que para él es juego elemental y para mí diabólica tortura. Me dijo que es uno de mis cuatro lectores, y que por eso quería conocerme. La conversación con él fue interesante, amena y -para mí- muy instructiva. Llegué a mi casa, la de ustedes, y Rafita me preguntó inmediatamente: "¿Quién pagó la cuenta, abuelito?". Le contesté: "Don Carlos la pagó". "¡No, abuelito! -protestó él-. ¡La hubieras pagado tú!". "¿Por qué, hijito?". "Porque así habrías podido decir: ‘Al hombre más rico de México yo le pagué el café’". Lo dicho: ¿quién entiende a los adolescentes?... Sigue ahora el anunciado cuento. Las personas recatadas harán bien en suspender aquí mismo la lectura... Hubo un naufragio. El capitán del barco y un marino se vieron juntos nadando en el proceloso mar hacia la playa. Pero ¡oh desgracia! Acerba fata nautas agunt. Amargos destinos persiguen a los navegantes. Vino un tiburón, y de una tarascada le cortó las dos piernas al marino. Dio la vuelta el escualo, y con un par de feroces dentelladas le arrancó ambos brazos. El capitán acudió a socorrer al marinero. "¡No morirás! -le dice al desdichado-. ¡Te salvaré llevándote sobre mi espalda!". Así lo hizo, en efecto. Nadando con todas sus fuerzas logró llegar hasta la playa llevando sobre sí al infeliz. Ahí el capitán se desplomó sobre la arena, agotado por el tremendo esfuerzo. Profiere con temblorosa voz: "¡Estoy exhausto! ¡Me duele todo el cuerpo! ¡Siento como si me hubieran fornicado!". Y dice el marinero: "Tendrá que perdonarme, capitán. Era la única forma en que podía sostenerme". (No le entendí)... FIN.