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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Susiflor, linda muchacha, le dice a Libidiano, hombre proclive a la libídine: “Soy madre y soy maestra. Me haré tatuar en una pierna un corazón que diga: ‘Día de la Madre’ y en la otra pierna un segundo corazón que diga: ‘Día del Maestro’”. Pregunta Libidiano: “¿Me permites que te vea entre las fiestas?”... ¿Por qué los hombres no miran a los ojos a las mujeres? Porque las bubis no tienen ojos... El señor le pide a su esposa: “Quiero que hagamos el amor en la posición en que lo hacen los perritos en la calle”. “Está bien -accede ella-. Pero que no sea en nuestra calle ¿eh?”... Soy hombre de palabras. De las palabras vivo y con ellas convivo cada día. Sin embargo, no encontraría palabras en todos los diccionarios de este mundo -ni siquiera en el Pequeño Larousse de 44 tomos que recibí como herencia de una tía- para decir mi agradecimiento a León, a los leoneses, a los guanajuatenses todos. He aquí que esa espléndida gente colmó la Sala de Espectáculos de la Feria del Libro, vasto recinto que no parece sala, sino estadio, plaza de toros, coliseo, gimnasio o auditorio nacional, para acompañarme en la presentación que hice de mi hijo más pequeño: “De abuelitas, abuelitos y otros ángeles benditos”. Ese libro, el más mío de todos los que he escrito, lo procreé en sabroso maridaje -como el de los buenos vinos- con Diana, mi casa editorial querida, del prestigioso Grupo Planeta. El día de la presentación empezó con los mejores augurios. Al aterrizar el jet de Aeroméxico en el aeropuerto del Bajío el amabilísimo capitán de la nave dijo por el sistema de sonido: “Les deseamos una grata estancia en León y que la presentación del libro del señor Catón sobre los abuelitos sea todo un éxito”. ¿Cómo agradecer esos buenos deseos tan cordiales? La gente me recibió en la sala con un atronador aplauso de esos que quien los recibe escucha más con el corazón que con el oído y luego de haber aplaudido durante mi exposición una decena de veces me despidió con otra ovación interminable, como las que reciben los artistas consagrados. Después siguió la firma de libros -más de dos horas dediqué a esa gozosa tarea que no me cansa nunca- y hubo luego entrevistas con la prensa, la radio y la televisión. Yo, la verdad, no merezco todas esas muestras. Mis méritos no llenarían un dedal; por eso me asombro, y aun me apeno, al ser objeto de tanta bondad y de interés tan grande en lo que digo, cosas todas efímeras y pasajeras. Y aun así este señor que fue a la presentación me mostró un texto mío de hace ya 20 años, que trae siempre en la cartera, pues le recuerda a un hijo que perdió. Y aun así esta señora que va en silla de ruedas me pide: “Acérquese, por favor, porque quiero darle un beso”. Y aun así este otro señor me da las gracias y me dice: “Millones de mexicanos le debemos a usted la primera sonrisa del día”. Y este magnífico muchacho de nombre Eduardo Piña Garcés, impedido de todo movimiento y en la cama desde hace ya siete años, me envía por intermedio de su padre, que le lee todos los días mis columnas, una emotiva carta que empieza con este encabezado: “¡Gracias, Catón, por ayudarme a seguir!”, carta a la cual adjunta unos hermosos textos escritos por él y que compartiré luego con mis cuatro lectores. Una sola cosa me afligió: no haber sabido que entre el público que me escuchó estaba ese gran señor que es don Pedro Ferriz Santacruz, a quien tanto respeto y tanto admiro por su sabiduría, su caballerosidad y su extraordinaria calidad humana. De haber sabido que este ilustre mexicano se encontraba ahí le habría dedicado todas mis palabras. Gracias por su presencia, don Pedro, y gracias por el invaluable don de su amistad... FIN.

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