Un mexicano fue a cursar una maestría en Italia, y tuvo trato de erotismo con una chica en Roma. A resultas de eso la muchacha quedó embarazada. El hombre era casado, y le dijo a su amiguita que no podía hacer otra cosa más que ayudarle con los gastos de manutención de la criatura. No quería poner en riesgo su matrimonio, de modo que le pidió a la muchacha que cuando naciera el bebé le enviara un correo que dijera simplemente: "Espagueti". Así él sabría que la criatura había nacido, y enviaría el dinero correspondiente. El hombre volvió a México. Pasaron unos meses, y un día que el tipo revisaba sus correos cayó de pronto desmayado. Su esposa fue a leer el mensaje que estaba en la pantalla, y quedó muy intrigada cuando lo leyó. Decía: "Espagueti, espagueti y espagueti. Dos con albondiguitas; uno no"... Cierto día fui invitado a perorar en una pequeña ciudad del norte mexicano, famosa por sus locos. Se decía que en ese pueblo cada familia tenía su loquito. El más popular entre ellos era Mingo. La locura de Mingo era pacífica. Iba y venía por las calles empujando una carretilla en la que nunca echaba nada. La gente le decía: "Jamás llevas nada en esa carretilla, Mingo. ¿Por qué, entonces, la traes?". Y contestaba Mingo: "Porque no me gusta andar a pata". Amable locura la de Mingo, dije. Amable siempre, sí, menos los domingos. Ese día, vayan ustedes a saber por qué, Mingo ponía en medio de la calle, frente a su casa, un enorme montón de piedras grandes. Si alguien se atrevía a acercarse a su calle, Mingo lo recibía a pedradas. Y tenía certera puntería: donde ponía el ojo ponía la piedra. Así las cosas, la calle donde vivía Mingo quedaba cerrada los domingos, y la gente debía rodear por otra parte si no quería exponerse al lapidario ataque del loquito. Fui recibido en la Presidencia Municipal del pueblo por el alcalde del lugar. Desgraciadamente, para ir de ahí al Auditorio donde el evento se iba a realizar había que pasar por la calle donde vivía Mingo. El alcalde, su comitiva y yo nos dirigimos al dicho auditorio, que era también gimnasio, sitio donde el cabildo sesionaba, salón de bailes, centro de espectáculos y lugar donde se llevaban a cabo encuentros de box y lucha libre. Tan pronto volteamos la esquina nos vio Mingo, y de inmediato echó mano a dos pedruscos grandes. "Ah caray -se preocupó el alcalde-. Ahí está Mingo". Y me explicó la extraña costumbre del loquito. Había que conferenciar con él, manifestó el munícipe, a fin de poder pasar sin riesgo por ahí, pues de otra manera tendríamos que darle toda la vuelta a la manzana para llegar al auditorio. Se adelantó el alcalde, y yo con él, pues mi anfitrión pensó que si el loquito veía a "la visita" quizá atemperaría sus belicosos ánimos. Nos vio Mingo llegar, y se aprestó a lanzar sus proyectiles. El presidente municipal hizo un ademán de paz, conciliatorio, y Mingo dejó que nos aproximáramos, aunque sin deponer las armas ni dejar de mirarnos con recelo. Llegamos hasta él, y le preguntó el alcalde, cauteloso: "¿Cómo está el paso, Mingo?". Pareció meditar él la respuesta, y luego respondió: "Está peligrosillo". "Ah caray -dijo entonces el alcalde, cuyo catálogo de interjecciones no parecía extenso-. Entonces mejor rodeamos, licenciado". Y rodeamos... La situación que priva ahora en el País me ha hecho evocar la anécdota que relaté. Ha crecido la violencia en las ciudades; el debate sobre el petróleo ha enconado las pugnas de política; hay desconcierto en algunas acciones oficiales; la carestía y la inflación aumentan cada día... No cabe duda: la situación está peligrosilla. Y aquí no podemos rodear... FIN.