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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Allá en aquellos años -los cincuentas del pasado siglo- cada pueblo tenía su loquito. El de mi ciudad era don Adrián Rodríguez. Mejor que yo, Ángel Sánchez, hombre de cultura y biógrafo el primero de ese entrañable personaje, podría contar los dichos y hechos de aquél que se hacía llamar "economista non" en un tiempo en que casi no había economistas, ni nones ni pares. Don Adrián proponía ideas claramente asentadas en territorios de Utopía. Por ejemplo: "Tire un veinte a la calle. Se hará un banco público". En los términos de esa propuesta cada ciudadano arrojaría una moneda de 20 centavos a la vía pública. Con la acumulación de esas monedas se formaría una reserva monetaria a la que cualquiera podría recurrir en días de necesidad; con la obligación, claro, de devolver la suma recogida una vez que hubiera resuelto su problema. Don Adrián formulaba manifiestos que hacía imprimir en una imprenta pequeñita, y luego repartía esas hojas a cambio de un pequeño donativo que recibía con altiva dignidad. En sus escritos ponía al calce: "Sin fecha, para que no prescriba la acción". Así, los edictos de don Adrián Rodríguez estaban transidos de eternidad. Ahora son joyas de colección que los anticuarios buscan afanosamente. En cierta ocasión don Adrián, cansado de las ineptitudes de la inepta política, se proclamó a sí mismo Presidente de la República. En el estudio del señor Carrillo se tomó una fotografía vestido de frac, con sombrero de copa, guantes blancos, zapatos de charol, polainas, y en el pecho la banda presidencial. Luego imprimió otro de sus manifiestos, y pagó a una bandada de chiquillos -los "niños farolito", pues trabajaban por la noche- para que fijaran en todos los postes de la ciudad el bando en que se anunciaba que México tenía nuevo Presidente. No recuerdo que nadie pusiera el grito en el cielo por esa autodesignación. Entonces los loquitos podían ir y venir en paz; nadie los molestaba, y ellos campeaban por todas partes con sus sueños. Ahora no. Tenemos en el IFE una Santa Inquisición política que, entre otros varios actos de censura, impide que alguien pueda llamarse a sí mismo "Presidente legítimo", y calificar de espurio, pelele, usurpador y otras lindezas al que en Los Pinos despacha, despecha o despicha. Yo digo que a nadie se le puede estorbar que se llame como se quiera llamar. Yo, por ejemplo, me he proclamado a mí mismo editorialista, y a nadie -hasta donde sé- ha molestado esa locura inofensiva. Si alguien dice que es Presidente legítimo, y no realiza actos que usurpen las funciones de quien lo es, bien puede andar por ahí diciendo lo que sea y emitiendo proclamas, edictos, bandos, manifiestos, pregones, avisos y notificaciones sin otro límite que los fijados por la Constitución y las buenas costumbres. Cuidado con la censura. Empieza por limitarnos a nosotros los locos, y acaba por limitar también a ustedes los cuerdos... Murió don Martiriano. Una semana después su viuda, doña Jodoncia, fue con una médium y le pidió que invocara el espíritu de su marido. "¿Dónde estás?" -le preguntó. "En un hermoso sitio de felicidad -responde don Martiriano-. Viví una vida buena, y eso me trajo aquí". "¿Ves a los ángeles?" -pregunta con emoción doña Jodoncia. "No -responde el finadito-. Estoy viendo un grupo de hermosas vacas de grandes ojos negros y redondeadas ancas". "¿Vacas? -se sorprende doña Jodoncia-. ¿No ves santos?". "No -contesta don Martiriano-. Ahora veo una preciosa vaquita que viene hacia mí meneando la grupa provocativamente". "¿Otra vez una vaca? -se impacienta doña Jodoncia-. ¿Hay vacas en el Cielo?". "No estoy en el Cielo -replica don Martiriano-. Estoy en una verde pradera de Texas. Por mi buen comportamiento en la Tierra reencarné en toro semental"... (Nota del autor: ¡Qué envidia!)... FIN.

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