No hay sabiduría más grande que la de la mujer, pues la suya es la sabiduría de la vida. Todas las elucubraciones de los hombres caben en la entrepierna femenina, y ahí desaparecen como cosas inútiles y vanas. ¡Ay de aquel infeliz que no tiene cerca de sí a una mujer que lo aconseje y guíe! Yo de mí sé decir que sin la mía andaría perdido y extraviado, dando tumbos por todas partes, vagando como fantasma enloquecido. Las mujeres saben más que los hombres, porque poseen al mismo tiempo la intuición y las razones prácticas. Por eso la mujer es la mejor economista que en el mundo existe. Comparado con ella el más ilustre experto en ciencias económicas es un simple aprendiz. Lo digo a propósito del aumento que estamos viendo en el precio de los artículos que se llamaban "de la canasta básica". No sé si aún reciban ese nombre, pues ya ninguna mujer usa canasta, pero sí sé que cualquier ama de casa sabe hoy por hoy, mejor que todos los economistas puestos juntos, que después de un periodo de relativa calma hemos entrado en otro de carestía e inflación. Sin usar esas palabras me lo dijo una señora que tiene un puestecito en un pequeño mercado de mi ciudad, Saltillo. Me gusta mucho ir a ese mercado. En él encuentro cosas que en los supermercados no se encuentran: cuajada -sabrosísimo queso de blancura y frescura sin iguales que rechina cuando lo muerdes con golosa gula-; nata de leche; cabuches, cogollo de la flor de una biznaga del desierto cuyo sabor es como de mantequilla; flores de palma, que guisadas con ciencia y con paciencia son un manjar celeste; berros de los arroyos cristalinos, cuyo picor pone en las ensaladas un gusto como de pecadillo. Pues bien: fui a ese mercadito, y me vio llegar el esposo de la señora mencionada. Al verme le dijo a su mujer: "¡Mira, vieja! ¡Ahí viene Catón!". Ella dio una alegre palmada y exclamó: "¡Pase el viejito bonito!". Entré yo, feliz por verme considerado así, y compré delicias de ésas que con su sencillez dan sentido a la vida, esa vida que tanto gustamos de complicar los hombres. Me pidió la señora: "Oiga usted, don Catón: a ver si les dice a los políticos que ya no suban tanto los precios, porque ya no nos alcanza para nada; ni para el mandado ni para pagar los recibos cada mes". Esas palabras, digo yo, son voz de la Nación, y las consigno para enseñanza de la clase gobernante y para orientación a la República. La economía de las naciones, pienso, debería ser manejada por amas de casa comunes y corrientes. Si eso se hiciera, las cosas de México y del mundo no andarían tan mal... Una señora le dice al farmacéutico: "Quiero 100 gramos de arsénico. Mi marido se está acostando con otra mujer, y voy a asesinarlo". Responde el de la farmacia: "No puedo venderle eso sin receta, y menos para tal propósito". Entonces la clienta saca una fotografía y se la muestra al farmacéutico. La mujer con la que el marido se acostaba era la esposa del farmacéutico. "Ah, perdone -le dice éste a la señora al tiempo que iba por el arsénico-. Ignoraba que traía usted la receta"... Viene ahora un cuento de pésimo gusto, reprobado por el señor Carreño y la señora Vanderbilt... Llegó un sujeto al consultorio médico y le dijo en voz alta a la recepcionista: "Tengo un problema con mi polla". "¡Shhh! -le impone silencio ella-. ¡No diga usted esa palabra aquí! En la sala de espera hay niños y señoras". "¿Cómo debo decir entonces?" -pregunta el individuo. "Use cualquier otra palabra -le indica la recepcionista-. Diga, por ejemplo: ‘Tengo un problema con mi nariz’. Yo entenderé". "Muy bien" -acepta el individuo. Y alzando la voz dice: "Tengo un problema con mi nariz". "Así está mejor -reconoce la muchacha-. Y dígame: ¿qué problema tiene usted con su nariz?". Responde el tipo: "Me duele cuando meo"... FIN.