Don Luis Recaséns Siches, maestro mío en Filosofía del Derecho, invitó a Hans Kelsen a venir a México. Este famoso pensador es autor de la “teoría pura del derecho”, en cuyos términos la norma jurídica vale por sí misma, independientemente de causas sociales y aspiraciones éticas. Mi maestro no aceptaba del todo aquella tesis, y dijo al visitante: “Quiero que sepa usted que soy un crítico de Kelsen”. “Yo también” -respondió con una sonrisa el gran filósofo. Las especulaciones de los teóricos no son meras abstracciones. Por estos días se debate en México lo relativo a una norma constitucional que, en contradicción flagrante con el espíritu de la propia ley máxima, impone severas restricciones a la garantía de libertad de expresión de que deben gozar los ciudadanos. Estamos en el caso de una Constitución que en un artículo da y en otro niega. Los encargados de dirimir ese conflicto parecen estar aplicando la teoría kelseniana, según la cual en presencia de una ley el juzgador no debe preguntar sobre su origen o justificación, sino sólo inquirir si la norma es expresión de la voluntad de quien la legisló. Si en ella se cumplieron los requisitos para legislar, esa ley vale y debe tener aplicación, independientemente de otros ámbitos -los factores sociales, la justicia- que vienen entonces a ser elementos ociosos, sin relevancia alguna. Pero la ley no puede ser producto de mero formalismo. Responde, o debe responder a una aspiración humana, y servir al cumplimiento de propósitos sociales valederos. En ese contexto los derechos de la persona, su dignidad de tal, deben ser objeto de respeto, y no conculcarse para favorecer a grupos de poder. En México las garantías individuales están siendo sacrificadas en aras del interés de los partidos. Toca a la máxima instancia de justicia, la Suprema Corte, poner límites a la voluntad del legislador, y no ser simple repetidora de esa voluntad, que pudo haber estado viciada por el interés político. Si un artículo de la Constitución -de esa Constitución tantas veces reformada, tantas veces deformada- choca con otro, el intérprete de la norma debe decidir conforme al espíritu original del constituyente, en este caso el de garantizar y proteger el derecho a la libre expresión. No actuar así equivale a ser mero eco de las novedades introducidas por legisladores que metieron con calzador normas espurias, violatorias del espíritu constitucional, para consolidar el predominio de los partidos políticos sobre los ciudadanos. El Poder Judicial forma parte importantísima del sistema de frenos y contrapesos que deriva de la división de poderes. En este caso debe frenar la avidez de un Poder Legislativo que mira más al interés partidista que al bien de los ciudadanos... (Nota de la redacción: Nuestro estimado colaborador se extiende en este tema por otras 652 cuartillas más, que desgraciadamente nos vemos obligados a suprimir debido a la falta de espacio. En su lugar pondremos un cuentecillo perteneciente al acervo del autor)... El pasajero entró en un baño del aeropuerto y vio ahí a un pobre hombre sin brazos que se retorcía con angustia ante uno de los urinarios. “¡Señor! -gime el desdichado-. ¿No me hace el favor de ayudarme?”. El pasajero entendió el predicamento en que se hallaba el pobre. Fue hacia él, le bajó el zipper, y con el natural disgusto, pero con gran sentido de la caridad, le extrajo la necesaria parte. Lo que vio lo dejó espantado: aquella dicha parte mostraba un feo color verdoso; tenía pústulas que supuraban; despedía un hedor insoportable, y hasta echaba humo como las cosas en putrefacción. Cuando el sujeto terminó su menester el caritativo pasajero, ahora lleno de asco, volvió las cosas a su lugar y le preguntó al sujeto: “Oiga, amigo: ¿qué le sucede a su parte?”. “No sé -responde el tipo sacando entonces los brazos que traía ocultos bajo la camisa-. Pero ciertamente yo no la voy a tocar”... FIN.