Miss Ionary, predicadora protestante, fue a África a llevar a los nativos la buena nueva de que hay un infierno y que todos somos pecadores. Lo primero que se propuso en su celo evangelizador fue enseñar al jefe de la tribu a hablar una lengua civilizada. Salió con él a la espesura y mostrándole un árbol le dijo: “Árbol”. Repitió el cacique: “Árbol”. Le señaló luego una roca y dijo el nombre: “Roca”. Otra vez el aborigen repitió: “Roca”. Unos pasos después la predicadora notó que se movían los arbustos. Los apartó, y junto con el cacique vio a un hombre y una mujer entregados con vehemencia al cumplimiento del más antiguo rito natural. Desconcertada, miss Ionary señaló la escena y dijo al jefe: “Montar en bicicleta”. Entonces el cacique echó mano a su macana y le dio al tipo un formidable porrazo en la cabeza, con lo cual se la dejó hecha papilla, sin posibilidad alguna de reparación. La predicadora se consternó. ¿Para eso había ido al África? ¿Para eso había dejado su linda casa en Ossipee, New Hampshire? ¿Para contemplar aquella cruenta demostración de salvajismo? Sin decir palabra clavó una dura mirada de reproche en el nativo. Le dice éste: “Hombre montar mi bicicleta”... La esposa de Babalucas dio a luz un bebé. El tonto roque, atribulado, le confió a un amigo: “Ese niño no es mío. Creo que mi mujer me engañó con un stripper, uno de esos hombres que se desnudan frente a las mujeres”. Pregunta el otro con asombro: “¿Por qué piensas semejante cosa?”. Responde con voz sombría Babalucas: “El niño nació sin ropa”... Llorosa, acongojada, una joven de 18 años llamada Facilda Lasestas les anunció a sus padres que había entregado a un hombre la joya de su virginidad. Conservó el estuchito, desde luego, pero a resulta de aquella entrega había quedado grávida, gestante, fecundada. “¡Embarazada, quiere decir!” -clamó la madre llevándose la mano a la frente y echando la cabeza hacia atrás como doña María Tereza Montoya Pardavé (1898-1970) en “La jaula de la leona”. Gracias a aquella traducción tan oportuna el padre de Facilda pudo imponerse de la situación. “¿Quién es el canalla que te deshonró? -clamó con estentórea voz. ¡Dime su nombre, para cobrar con sangre el precio de tu doncellez!”. Facilda palideció como tronchado lirio (esto del tronchado lirio no es mío: lo tomé de un poema de don Juan Zorrilla de San Martín) y en voz muy baja pronunció el nombre de su seductor. El padre tomó el teléfono y emplazó al individuo a hablar con él de hombre a hombre. Media hora después se estacionó frente a la casa un Lamborghini último modelo, convertible. De él descendió un hombre en plenitud de edad -digamos 70 años-; de distinguida presencia; un poco cargado de espaldas, pero aún así atractivo y seductor; con una cabellera cana que le confería elegancia y porte aristocrático. (En efecto, los hombres maduros y canosos tienen, como decía Corín Tellado, “un no sé qué que qué sé yo”). Después de saludar con perfecta urbanidad se dirigió al genitor de la muchacha y le dijo: “Estoy enterado ya, señor, del problema de Facilda. No puedo casarme con ella, pues soy casado ya; pero no voy a evadir mi responsabilidad. Quiero decir a usted que si su hija tiene un niño le daré un millón de dólares, un coche del año, las escrituras de un edificio de departamentos y el más reciente libro de Catón. Si tiene una niña le daré dos millones de dólares, dos coches del año, dos edificios de departamentos y los dos más recientes libros de Catón. Lo que no sé, señor, es qué deberé hacer en caso de que ella pierda al bebé”. El padre de Facilda pone una mano en el hombro del seductor y le dice con gran solemnidad: “En ese caso, amigo mío, fóllesela otra vez”... FIN.