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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Un vagabundo encontró tirada en la calle una cartera con dinero. Pasó frente a una zapatería y dirigiéndose a sus pies les dice: “Voy a hacerles un regalo, piecitos míos”. Entra y se compra un par de zapatos. Pasa después frente a una tienda de departamentos. Tocándose la cabeza le dice: “También a ti te voy a regalar algo, cabecita mía”. Entra y se compra un sombrero. Pasa luego frente a un restorán y dirigiéndose a su estómago le dice: “Tú también tendrás lo tuyo, pancita mía”. Entra y pide una comida suculenta. Por último pasa frente a una casa de mala nota. Se detiene y hablando hacia su entrepierna dice: “Tú tendrás que perdonarme, bonita. El dinero no alcanza para tanto”... En la habitación del hotel donde pasarán la noche de bodas, la recién casada, ya recostada en el lecho, le dice con anhelosa voz a su flamante maridito: “¡No puedo creer, mi vida que estemos ya casados!”. Él no responde. Vuelve a decir la muchacha: “¡Temo que todo esto sea un sueño!”. Otra vez silencio por parte del esposo. “De veras -insiste ella-. No puedo convencerme de que ya eres mi marido, y yo tu mujer”. “Ahorita te convenzo -dice por fin él-. ¡Deja nomás que pueda desabrocharme esta maldita cinta del zapato!”... Cuando hice mis prácticas de periodismo en Nueva York, en la revista “Look”, otra revista, “The New Yorker”, era tema obligado de conversación. Quien no la leía estaba “out”; quedaba excluido de toda conversación interesante. Nadie existía en la escena norteamericana si su “profile” -un término inventado por William Shawn, el misterioso y elusivo editor de la revista-, no había aparecido en “The New Yorker”. Fundada en 1925 por Harol Ross, esa publicación era el epítome de lo refinado. En su galería de autores figuraban astros como James Thurber, Dorothy Parker y J.D. Salinger. Entrar en su redacción era como ingresar en un santuario. Algunos de los grandes artículos editoriales del siglo 20 aparecieron en sus páginas, como aquel estremecedor “Hiroshima”, de John Hershey. Relatos publicados en “The New Yorker” dieron origen luego a obras de teatro, o a películas famosas, como “Life with father”, de Clarence Day. El solo hecho de leer “The New Yorker” confería una especie de nobleza intelectual. Me pregunto qué fue de la revista que entonces conocí. La portada que acaba de publicar, en la que aparece Barack Obama vestido de musulmán, y su esposa en traza de guerrillera o terrorista, con la bandera americana ardiendo en el fuego de la chimenea de su casa, es una mayúscula torpeza que daña lo que los editores de esa revista dicen defender. Si pretendieron hacer una parodia, la hicieron en modo tan estúpido que con ella harán más daño que los más racistas enemigos de la candidatura del demócrata. No quiero preocupar a quienes editan la revista -¿quién soy yo para andar por ahí causando preocupaciones a señores que ni conozco?-, pero quiero informarles que he decidido no volver a comprar nunca “The New Yorker”. Acaban de perder un lector de hace 40 años... El señor regresó a su casa de un viaje, y al llegar descubrió que no traía la llave. Tocó el timbre, y le abrió una chica a la que nunca había visto. “¿Quién eres?” -le preguntó. “Soy la nueva muchacha de la casa” -responde ella. Al oír eso el marido decidió jugar un poco con la situación. Saca el estuche con el bello collar que había comprado para su esposa, y le dice a la criadita: “Por favor dile a la señora que este regalo se lo manda un admirador suyo que espera en la puerta su respuesta”. A poco regresa la muchacha, y le informa: “Dice la señora que le agradece mucho el regalo, y que le deje por favor su número de teléfono. En este momento no lo puede recibir, porque espera a su marido de un momento a otro”... FIN.

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