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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES.

Armando Fuentes Aguirre (Catón)

Nalgarina Grandchichier, mujer en flor de edad, se casó con don Vetustio, octogenario caballero. Lo hizo por amor. Por amor al dinero de don Vetustio. Recién había llegado ella a la cuarentena y debía mirar por su futuro. Pensó que el señor estaba ya tan pachuchito que seguramente en la mismísima noche de bodas podría despacharlo al otro mundo con un buen trabajo de carácter erótico sensual. Ya en la habitación donde pasarían la noche nupcial, Nalgarina dejó que su provecto desposado entrara al baño a arreglarse para la ocasión. Ella vistió un vaporoso negligé que dejaba expuestos sus ubérrimos y pródigos encantos; adoptó una lúbrica actitud, como de hurí en harén y se dispuso a poner en ejercicio todas sus artes de voluptuosidad a fin de sacarle la vida al carcamal, que ciertamente no aguantaría aquel amoroso combate y en él entregaría la existencia. Pero ¡oh sorpresa! Se abrió la puerta del baño y apareció el añoso galán. Lucía, a más de una salaz sonrisa de lascivia y una libidinosa expresión de lujuria pasional, una ingente virilidad que llevaba cubierta ya por un preservativo. Además -cosa extrañísima- traía puestas unas orejeras y la nariz tapada por una horquilla de ésas que se usan para colgar la ropa. Nalgarina había tenido toda suerte de experiencias en materia de erotismo, pero no pudo evitar un gesto de sorpresa al ver a su flamante marido en esa traza. Le preguntó, asombrada: “¿Para qué el preservativo?”. Responde él: “No quiero que encarguemos familia. A tu edad eso podría ser peligroso”. “Entiendo -admite Nalgarina-. Pero ¿esas orejeras y esa horquilla que te tapa la nariz?”. Explica don Vetustio: “Si hay algo que no puedo soportar son los gritos de una mujer y el olor a hule quemado”... Aquel señor fue con el médico a fin de que le hiciera un examen prostático a fondo. El facultativo, hombre joven, le pidió que se prosternara, inclinara, agachara o empinara, poniendo al aire la parte necesaria para la práctica del examen referido. Así lo hizo el señor, con la inquietud propia del caso. Procedió entonces el doctor a lavarse las manos, ponerse talco en ellas y colocarse los guantes de uso en tales casos. Mientras hacía todo eso decía con voz tranquilizante: “Cálmate, Rigoberto. Éste es un examen de rutina. Sé que es tu primera vez, pero no hay por qué ponerse nervioso. No estés tenso. Relájate, no tiembles, tranquilízate; y ya verás, Rigoberto, que todo sale bien”. Al oír aquellas palabras tendientes a serenarlo dice el paciente: “Oiga, doctor: yo no me llamo Rigoberto”. “Pero yo sí” -responde con tono vacilante el médico... Un hombre iba manejando por la carretera. Lo acompañaba su mujer, que era algo dura de oído. En eso un oficial de tránsito detuvo al conductor. “Va usted a exceso de velocidad” -le indica. La mujer se dirige a su marido, ansiosamente: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Responde el tipo: “Dice que voy manejando muy aprisa”. Le pregunta el oficial al señor: “¿De dónde es usted?”. Y la mujer, poniéndose una mano en el oído: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Contesta el marido: “Quiere saber de dónde somos”. Volviéndose hacia el oficial le informa: “Somos de...”. Y dice el nombre de su ciudad de origen. Exclama el patrullero: “¡Ah! ¡En esa ciudad tuve el peor sexo que he tenido en mi vida! ¡No recuerdo bien a la mujer con la que estuve, pero era pésima en la cama; la más fría, torpe, inepta y aburrida mujer que he conocido!”. “¿Qué dice? ¿Qué dice?” -vuelve a preguntar la esposa tendiendo la oreja con ansiedad mayor. Responde el marido: “Dice que le parece haberte conocido alguna vez”... FIN.

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