Don Vetulio, señor de edad madura, despertó de su siesta cotidiana con una extraña sensación que había olvidado ya: tenía en posición de tirador en pie cierta parte de su cuerpo que desde luengos años se hallaba languidecida, desmayadada, feble, pachucha y agobiada; vencida, en fin, por el gravoso peso de la edad. Emocionado por ese insólito prodigio el senescente caballero convocó a gritos a su esposa: "¡Clorilia! -llamó desaforado-. ¡Ven pronto! ¡Ven acá!”. Llegó corriendo la señora pensando que su marido era víctima de un síncope cardiaco, y grande fue su asombro al encontrarlo con aquella visible seña de salud, igual que en los rijosos días de su lejana primavera. Tan sorprendida como él, e igual de entusiasmada, la mujer empezó inmediatamente a aligerar su ropa, a fin de holgarse con aquel súbito regalo. Don Vetulio, sin embargo, la detuvo. “¡No te llamé para eso! -le dice con apuro-. ¡Trae la cámara y tómame una foto! ¡Mis amigos del café no me lo van a creer!”... Los habitantes de Monclova, laboriosa ciudad de mi natal Coahuila, son diestros para poner apodos. No hay quién se libre de sus remoquetes, aplicados con tino y donosura. En cierta ocasión llegó a Altos Hornos un ingeniero de la Capital. Hecho a modos de más refinamiento le molestó ver que los obreros se referían a sus jefes por los apodos que tenían. En junta con el sindicato se refirió a esa falta de educación, que a su parecer atentaba contra el buen orden de la factoría. “No debe usted mortificarse por esa nadería -le explicó el de la representación-. Sin ánimo de molestar a nadie nosotros llamamos a cada quien según el rasgo principal que lo caracteriza. Al que es medio cegato le decimos ‘La Venada’, pues nada ve. A uno a quien su esposa le ponía los cuernos le pusimos ‘El secretario de Astas y Acuernos’, y así”. Dice el recién llegado: “Pues a mí no me podrán poner apodo. Yo no tengo cola que me pisen”. Excuso decirles que hasta la fecha a ese ingeniero le dicen “El Jolino”. ¿Habrá algún mortal -pregunto yo- que no tenga cola que le pisen? Yo por mi parte sé decir que mis defectos son tantos, y de tanta enormidad mis culpas, que con la cola de mis innumerables fallas podría darle varias vueltas al globo terráqueo, y aún quedaría cola para echarle nudo. No se trata de no tener fallas, no. ¿Quién no las tiene? Se trata sí, de no causar daño a nuestro prójimo con ellas. El oficio de la política da a quien lo practica la oportunidad de hacer mucho bien a muchas personas. Por eso los políticos han de esforzarse en modo especial en ejercitar más sus virtudes que sus defectos. Esto que digo no es prédica moral: es exigencia cívica que no se puede soslayar. No esperamos políticos jolinos, que no tengan ninguna cola que les pisen. Esperamos, sí, que no nos dañen con sus coletazos... Doña Uglicia, señora poco agraciada, llamó a un guardia: no podía encontrar a su marido en el centro comercial. El hombre se ofreció a buscarlo junto con ella. Le pregunta doña Uglicia, inquieta: "¿Cree usted que lo hallaremos, oficial?”. El policía la mira y contesta luego: "Va a ser difícil, señora. Hay muchos lugares donde se puede esconder”... Hubo una redada de mujeres que estaban a deshoras en la vía pública. En el cuartel de policía un agente interrogaba a las detenidas. “¿A qué se dedica usted?” -le pregunta a la primera”. Soy estenógrafa” -responde ella. Llama el agente a la segunda. “Y usted ¿a qué se dedica?”. “Soy estenógrafa también”. Hace venir el oficial a la tercera. “¿A qué se dedica?”. “También soy estenógrafa, como mis compañeros”. Hace comparecer el guardia a otra mujer. Le pregunta con tono suspicaz. “¿Me va a decir usted que también es estenógrafa?”. “No -responde lisa y llanamente la mujer-. Yo soy p...”. “¡Vaya! -exclama con alivio el oficial-. He aquí alguien que sabe llamar a las cosas por su nombre. Y dígame: ¿cómo va el negocio?”. “Muy mal -responde la mujer-. La competencia está muy dura. Hay demasiadas estenógrafas”... FIN.