En un día como éste nadie debería filosofar. La mañana es radiante como un primer amor; el plúmbago es una mirada de mujer en el jardín, y un pájaro sin nombre dice su canción en la más alta rama del nogal. ¿Voy e enturbiar todo esto con filosofías? El color de la filosofía es siempre gris, sea quien sea el que la piensa. O se vive o se filosofa. No se pueden hacer las dos cosas a la vez. Y héteme aquí filosofando. Es decir heme aquí sin vivir, o viviendo una grisáce vida que tiene el gris de un viejo sombrero de fieltro que ya no se usa, y que se guarda sólo porque nadie tiene el valor de echarlo a la basura. Me estoy preguntando, queridos cuatro lectores míos, si ha habido acaso una ocasión en que alguna gran obra de los hombres se haya hecho sin recurrir a la explotación del hombre. Pienso -un ejemplo- en la majestad de Su Majestad Británica; en la magnificencia del imperio inglés, que se hizo con la opresión de pueblos a los que se veía como inferiores. Pienso -otro ejemplo- en los esplendores de Dixie, del sur americano, en aquella vida de ensueños y de lujos que el viento se llevó, construída con el trabajo de los esclavos africanos. Y pienso ahora en el brillo rutilante de la Olimpiada de Beijing; en la rica cosecha de medallas logradas por los chinos, vencedores hasta el momento de la orgullosa supremacía norteamericana; en los enormes campos deportivos, espléndidos estadios, pistas, canchas, cubos de agua y gimnasios hechos casi de la noche a la mañana, y que han dejado al mundo lleno de etupefacta admiración. Veo todo eso, y pienso que se hizo a costa de millones de hombres, mujeres, y aun niños, que trabajan a cambio del arroz que comen. Pero ya no quiero pensar más. “Si quieres ser feliz como tú dices, /no analices, amigo; no analices”. La mitad de las desgracias de este mundo provienen de hombres que no piensan nada; y la otra mitad viene de aquéllos que piensan demasiado. Así las cosas me instalaré en la radiosa luz del día; en la azulina suavidad del plúmbago; en la canción de esta ave que no tiene nombre, y dejaré para mañana lo que debo pensar hoy... ¿Por qué algunas esposas cierran los ojos cuando hacen el amor? Porque no pueden ver que sus maridos la estén pasando bien... Un ángel del infierno -ese nombre reciben unos sujetos rudos y violentos que se dedican a hacer escándalos y a molestar a los demás- estaba arreglando en la calle su ruidosa moto. Pepito fue a ver lo que hacía, y por entablar conversación con él le dijo: “Si mi papá fuera un elefante, y mi mamá una elefanta, yo sería un elefantito”. El hosco individuo ni siquiera lo miró. Dice en seguida el niño: “Si mi papá fuera un oso, y mi mamá una osa, yo sería un osito”. El tipo hizo un gesto de molestia. Prosigue Pepito: “Si mi papá fuera un león, y mi mamá una leona, yo sería un leoncito”. El hombre se impacientó por fin, y le preguntó al niño con tono áspero: “Y dime, chamaco: si tu papá fuera un borracho, y tu mamá una p..., tú ¿qué serías?”. Responde sin vacilar Pepito: “Un ángel del infierno”... Aquella pareja de casados celebraba ese día 50 años de matrimonio. En el desayuno la señora le dice al señor con tono evocativo: “¡Pensar que hace medio siglo acostumbrábamos desayunar sin ropa todas las mañanas!”. Sugiere él: “Si quieres podemos hacer lo mismo ahora. Recordaríamos así los viejos tiempos”. A ella le encantó la idea, y los dos procedieron a despojarse de su respectiva vestimenta. Poco después dice ella, satisfecha: “¡Es increíble, viejo! ¡Han pasado 50 años, y aún siento las bubis tan calientes como en los días de la juventud!”. “No me extraña -contesta el señor-. Una la tienes metida en la taza de café, y la otra en el plato de la avena”... FIN.