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De política y cosas peores

Por Armando Camorra

“Comstockery”... Quien busque esa palabra en un diccionario del inglés encontrará que significa: “Censura excesiva de la literatura y otras artes a causa de pretendida obscenidad”. Ese término fue todo lo que quedó de Anthony Comstock, un hombre cuyo retrato estoy mirando ahora. Ceñudo; los labios delgados, casi imperceptibles -así los tienen muchos moralistas-; el enorme bigote en forma de manubrio de bicicleta; el cabello casi al rape, Mr. Comstock es la imagen viva del censor típico del siglo diecinueve. Fue en su tiempo uno de los hombres más influyentes en Estados Unidos. Consiguió que el Gobierno lo nombrara encargado de combatir la obscenidad. Pero nadie había definido qué era obscenidad; qué cosa era obscena y cuál no; de modo que la definición quedó a cargo de Comstock. El problema es que a sus ojos casi todo tenía algo de obsceno. Por su causa Walt Whitman perdió su empleo en el Departamento del Interior después de haber escrito “Hojas de hierba”. Por él fue clausurado el teatro donde se estrenó en Nueva York “La profesión de la señora Warren”, de George Bernard Shaw. (El escritor inglés le dio después las gracias, pues la clausura suscitó un escándalo tal que en él tuvo su obra la mejor publicidad. De hecho fue el propio Bernard Shaw quien al comentar el caso inventó la palabra “comstockery”). En 1915 Mr. Comstock provocó su último escándalo: ordenó a la policía el cierre de una tienda porque una empleada desvistió un maniquí “en presencia del público” para vestirlo después con otra ropa. El dueño del negocio se inconformó con el cierre del establecimiento, y demandó al censor por daños y perjuicios. El juez que conoció del caso le dijo a Comstock en la corte, también en presencia del público: “Señor: yo creo que está usted chalado”. La carcajada de la gente, y la sentencia condenatoria del juez humillaron de tal manera al intransigente moralista que ya no salió de su casa. A aquel golpe que sufrió su orgullo se atribuyó su muerte, acaecida después de algunos meses. Ahora los profesionales de la religión en México les piden a las mujeres, a más de no usar minifalda y no encontrarse a solas con varones, que se abstengan de oír chistes “picantes”. También en eso hay un dejo de discriminación: ¿acaso esos cuentos han de ser patrimonio exclusivo del varón? En esta columneja narro yo chistes picantes. No lo hago para atraerme lectores, ni para que mis comentarios sean menos densos, pedantes o solemnes: lo hago porque creo que el relato de tales chascarrillos es un ejercicio liberador que quita a las cosas relacionadas con el sexo ese aire de cosa prohibida que los mismos hombres de religión, y una educación defectuosa, han puesto en la sexualidad, la cual, de sobra está decirlo, debe ser vista con naturalidad, no con morbo ni con gazmoñería, pues la negación de lo que pertenece a la naturaleza -y que es además, a los ojos del creyente, obra divina- provoca daños grandes en la persona y en la sociedad. Descanse en paz Mr. Comstock, y déjennos en paz aquellos que, como bien dijo una ingeniosa dama, si no conocen el juego, ni lo han jugado nunca, no deben poner las reglas... Sigue ahora un chiste picante... Inepcio le comentó a un amigo que la relación amorosa con su mujer se había vuelto aburrida. El amigo le aconsejó: “Quizá si tienes una aventura fuera del matrimonio eso le dará interés a tu vida”. Inepcio le comentó a su esposa el aburrimiento que sentía, y el consejo que su amigo le había dado. “No le hagas caso -le dice la señora-. Yo ya probé eso, y no da resultado”... FIN.

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