Don Astasio llegó a su casa y encontró a su mujer con un desconocido. Colgó su boina y su bufanda en el perchero, y luego fue al cajón del chifonier donde guardaba una libreta en la cual apuntaba términos peyorativos para decirlos a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y dijo a la señora: “¡Furcia! ¡Pendona! ¡Maturranga! ¡Inverecunda zorra! ¡Mesalina! ¡Calientacamas! ¡Bagaza! ¡Horizontal!”. “Ay, Astasio -le dice ella con apuro-. Modera tu vocabulario. Estamos en presencia de un extraño”... En el restorán el señor vio un insecto raro en su sopa. Indignado llamó al mesero y le dijo con enojo: “¿Qué es esto?”. Responde el individuo: “Señor: soy mesero, no entomólogo”... Dulcilí, muchacha de buenas familias, rechazó la erótica demanda que le hacía Afrodisio, galán concupiscente. Le dijo: “No puede haber sexo sin amor”. “Despreocúpate -replica el salaz tipo-. Tú dame el sexo; el amor lo buscaré yo por otro lado”... Babalucas le cuenta a un amigo: “Conseguí un trabajo en Puebla”. “¿De qué?” -pregunta el amigo. Responde Babalucas: “De los Ángeles”... El papá del muchacho le dijo al tiempo que le daba un gran abrazo: “¡Felicidades, hijo! ¡Alguna vez recordarás este día como el más feliz de tu vida!”. “Pero, padre -responde el muchacho desconcertado-. Mañana es cuando me caso”. Contesta el señor: “Ya lo sé”. (Sabía que el noviazgo es un sueño de amor, y que el matrimonio es el despertador)... Le cuenta una señora a otra: “Mi esposo y yo nos separamos. Tenemos diferencias irreconciliables: yo soy una Géminis típica, y él es un típico hijo de la tiznada”... Después de una noche de farra Empédocles Etílez llegó a su casa a las 7 de la mañana. Le dice su mujer hecha una furia: “¿Puedes explicarme por qué llegas a esta hora?”. “Sí -responde el temulento con tartajosa voz-. Por el desayuno”... Iba un hombre por la calle y lo abordó una dama del talón. El hombre era un predicador, y dijo a la mujer con voz severa: “¿Conoces el pecado original?”. Responde ella: “Pué que lo conozca, pué que no. Pero si es verdaderamente original te va a costar 200 pesos más”... Pepito fue a la tienda y compró un poderoso detergente. Le dice el hombre de la tienda: “Veo que tu mamá tiene mucha ropa qué lavar”. “No es para mi mamá -responde el muchachillo-. Lo quiero para bañar a mi perro”. “No lo hagas -le aconseja el hombre-. Ese detergente es muy fuerte. Tu perro podría enfermar, y hasta morir”. Pepito no hizo caso, pagó el detergente y se marchó. Una semana después volvió a la tienda. “¿Cómo está tu perro?” -le pregunta el hombre. “Se murió” -responde el niño. “Siento mucho saber eso -dice el de la tienda-. Pero yo te lo advertí: te dije que el detergente podía matarlo”. Replica Pepito: “No fue el detergente lo que lo mató. Fueron las aspas de la lavadora”... Era cerca ya de medianoche, y el teléfono sonó en casa del veterinario. Era una señora que le preguntaba cómo podía separar a su perrito y su perrita, que no podían apartarse después de la cópula. “Écheles un poco de agua” -sugirió el veterinario. Cinco minutos después la mujer volvió a llamar: los perritos no se habían separado. “Golpéelos suavemente con un periódico” -recomendó el facultativo. Pasaron otros cinco minutos, y la mujer llamó otra vez. Tampoco ahora se habían separado los animalitos. Le indica el veterinario: “Dígale al perro que le hablan por teléfono”. La mujer se sorprende: “¿Cree que con eso se separarán?”. “Bueno -dice furioso el médico-. ¡A mi mujer y a mí nos separó tres veces!”... FIN.