Una amiga de la mamá de Pepito tuvo que pasar la noche en casa de ellos, y la acostaron con el muchachillo. Ya con la luz apagada le pide él: “Tiíta: ¿me dejas poner mi dedito en tu ombliguito?”. A la muchacha le pareció extraño el pedimento, y no lo autorizó. Pero insistió Pepito: “Anda, tiíta, deja que ponga mi dedito en tu ombliguito”. Tan vivas fueron las instancias del pequeño que por fin ella le dijo: “Está bien, Pepito: puedes poner tu dedito en mi ombliguito”. En la oscuridad se escucha la preocupada voz de ella: “Pepito: ése no es mi ombliguito”. Y se oye la voz de Pepito: “Tampoco es mi dedito”... El recién casado se sorprendió al ver que su flamante mujercita estaba tomando clases de natación. Le preguntó por qué. Responde ella: “¿Ya se te olvidó que me dijiste que si algún día te enterabas de que te estaba engañando me echarías al mar?”... Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, le dice a su amigo de parranda, Astatrasio Garrajarra: “Ya no bebas más. Te estás viendo doble”... Dulcilí, muchacha ingenua, regresó de la primera cita con su novio. Le pregunta, inquieta, su mamá: “¿No se propasó Pitoncio?”. “Al contrario, mami -responde Dulcilí. Me había dicho que lo haríamos tres veces, y nomás lo hicimos dos”... Si del debate sobre el aborto se quita toda la palabrería, las argumentaciones , las sutilezas legaloides, los sofismas, se llegará al final a un hecho evidente e incontrovertible: el aborto, consumado en cualquier tiempo a partir de la concepción, entraña la supresión de un ser humano; de un cuerpo que -por pequeño que sea, aun invisible- pertenece a una persona nueva, distinta a la persona de la madre. Dicho de otra manera, el aborto entraña la supresión de una vida con todas las infinitas posibilidades que una vida tiene; de un destino que se puede prolongar indefinidamente en un futuro que desconocemos. El tema se presenta como un conflicto entre los derechos de la mujer y de aquello que en modo torpe, estólido, es llamado “el producto”. No es un producto: es un ser humano; un niño o una niña que aun en las etapas iniciales de su desarrollo contiene ya todos los elementos para alcanzar su plenitud. La lucha entonces se vuelve desigual: la madre tiene todos los derechos -incluso el de decidir sobre la vida y la muerte-; el hijo queda en estado de indefensión ante ella. Y sin embargo el conflicto es más aparente que real. Esto es cuestión de educación y de sentido de responsabilidad. La mujer y el hombre tienen ahora a su alcance una enorme variedad de medios para evitar el embarazo. La Iglesia Católica incurre en extremismo cuando pretende impedir el uso de esos métodos anticoncepcionales. Muchas veces el aborto no es sino remedio a un descuido o negligencia. Se mata a un ser humano porque a mamá se le olvidó tomar la píldora, o porque papá no se puso condón. Desde ese punto de vista, en el momento en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación consagra el aborto, favorece la inconsciencia y anula la conciencia; alienta la irresponsabilidad en lugar de promover la educación; en síntesis, se pone del lado de la muerte en vez de decidir en pro de la vida. Porque tal es el fondo del asunto. Se pueden hace a un lado los temas de la moral social y del derecho, tan relativos, cuyos parámetros cambian con los tiempos. Lo que no se puede soslayar es el valor de la vida. Ciertamente el tema del aborto es complicado; decirlo es obviedad. Pero en este siglo de progresos médicos en que un embarazo no deseado es sólo resultado ya de una imprudencia -a menos que se trate de una violación-, optar por la aniquilación de un ser humano que no tiene ningún medio de defensa se antoja una cruel sentencia de muerte aplicada a un inocente... FIN.