El sacristán llamó al padre Arsilio. Le dijo que un hombre estaba maldiciendo en el interior del templo. Acudió el buen sacerdote y, en efecto, vio a un sujeto que decía en voz alta una y otra vez: "¡Ah chingao! ¡Ah chingao!". Fue hacia él y lo reprendió con mansedumbre: “Hijo mío, estás en la casa de Dios. Aquí no caben términos altisonantes; sólo palabras de oración”. “Perdone usted, señor cura -se disculpa, apenado, el individuo-. Déjeme explicarle la razón de mis dicterios. Como ve usted, soy blanco, y de tez clara. Mi esposa es también blanca. Todos en su familia y en la mía somos blancos. Y sin embargo ayer mi señora dio a luz un bebé negro”. Dice entonces el padre Arsilio: “¡Ah chingao! ¡Ah chingao!”... Doña Jodoncia se compró una peluca rubia y un vestido nuevo, y esperó a su marido a la salida del trabajo. Cuando apareció don Martiriano se acercó a él y le dijo con sugestiva voz: “¡Hola, guapo! ¿Te gustaría pasar un rato agradable conmigo?”. “¡Ni lo pienses! -exclama don Martiriano-. ¡Te pareces demasiado a mi mujer!”... Un hombre joven y su esposa cumplieron diez años de casados, y decidieron celebrar su aniversario haciendo un crucero de siete días por el Mediterráneo. El esposo fue a la farmacia de la esquina y compró siete preservativos para el viaje, y un frasco de píldoras para el mareo. Al día siguiente le dice su mujercita: “Pensándolo mejor ¿por qué no tomamos un crucero de 14 días?”. Regresó el marido a la farmacia, y compró otros siete condones, y otro frasco de píldoras para el mareo. Un día después la señora cambió de opinión: “¿Por qué no tomamos un crucero de 21 días?”. El esposo, pues, volvió a la farmacia y compró otros siete preservativos, y otro frasco de píldoras para el mareo. El farmacéutico ya no se pudo contener. Le dijo: “Perdone la curiosidad, joven. ¿Por qué lo hace tantas veces, si se marea tanto?”... Pasado mañana -o sea el domingo- narraré aquí una historieta tremebunda que tiene nombre inofensivo: se llama “La flor”. El relato contiene al mismo tiempo un alto grado de sicalipsis y una elevada dosis de moralidad. ¡No se lo pierdan mis cuatro lectores!... Hay una injusticia que clama al cielo, y que en México nadie se atreve a remediar. Cientos de miles de trabajadores viven hacinados con sus familias en casas que ni siquiera merecen ese nombre, pues son apenas un cuartucho construido sobre un terreno de 42 metros cuadrados, y a veces hasta menos. Se dice que eso sucede porque los trabajadores no pueden pagar más. Y es cierto. Pero no pueden pagar más porque algunos materiales básicos para la construcción -el cemento, por ejemplo- cuestan casi el doble en México que en los Estados Unidos. Para colmo los constructores locales ni siquiera pueden comprar allá el cemento que empresas mexicanas producen en el país vecino y que venden ahí a más bajo precio, pues se les prohíbe importarlo. En cierta ocasión llegó a nuestras costas un barco cargado de cemento chino que se habría vendido a bajo precio: las autoridades no lo dejaron acercarse a puerto. Es increíble que México, país de pobres, deba pagar materiales como ése a más alto costo que el que pagan los países ricos. El afán de dinero de unos cuantos hace aquí que muchos mexicanos deban vivir con sus hijos en condiciones indignas que a todos nos han de avergonzar. Nadie debería fincar su riqueza en el sufrimiento de otros. El Gobierno nada hace para frenar esa avidez de ganancia, al mismo tiempo inmoral e injusta, y además deja de apoyar a los trabajadores en la compra de las viviendas inexplicablemente llamadas “de interés social”. Parece haber un oscuro entendimiento entre el poder político y el económico. Por ese contubernio, un Gobierno débil y unos empresarios poderosos están sentando las bases para que algún día haya en México un Chávez que haga aquí lo mismo que el Chávez venezolano hizo en su país. Y más no digo, porque ya estoy muy encaboronado... FIN.